He tenido que esperar que el tiempo caminara junto a mí como si fuese mi propia sombra y transcurriera como el agua cuando asume la forma de lo que va encontrando a su paso para darme cuenta, a los noventa y tantos años, casi al final de mis tropezados pasos por el país venezolano, adorable a pesar suyo pero hundido en la hora actual bolivariana en un pantano de perverso populismo, que debo entender, aceptar y respetar no solo al país que me vio nacer sino a la vida que navega en mi sangre.
Entendí, tardíamente, que si pretendo ser alguien dado a la cultura debo mirar con despejada atención no solo a los seres humanos, amigos o enemigos, sino a la naturaleza que me rodea y me hace vivir. Entender que las raíces del árbol buscan el prodigio de una vida similar a la que buscan las raíces de los afectos que recibo, prodigo y se expresan en la aventura del conocimiento mientras el tronco del árbol de mi vida se eleva, crece y busca rozar las nubes que pasan impulsadas por vientos tan inasibles como mi espíritu.
Me busco a mí mismo cada vez que me asomo a la amistad de mis amigos. Entonces descubro la medida de mi sensibilidad y cuido y adoro a los seres y a los objetos. Amorosamente doblo y guardo en el armario la cobija que me protegió del frío, tiendo la cama evitando alguna irregularidad de las sábanas, sostengo con dulce firmeza el vaso o la copa que humedecieron mis labios; suspiro deseando tener en mi casa gallinas picapiedras y me agrada saber que los japoneses se descalzan antes de entrar a las casas no solo para evitar ensuciarla con las impurezas del camino sino para expresar que no van a permanecer en ella.
Trato con igual ternura a los animales que viven con nosotros y respeto a los que se desbandan en las praderas o acechan a sus víctimas sin saber qué es el bien o dónde se esconde el mal: feroces animales inocentes, desconocedores de la culpa, del tiempo y de la muerte.
Se trata de saber mirar, se trata del deleite que puede ofrecernos la mirada, escuchar el silencio de la hoja al caer, gustar el sabor del aire salado del mar y aceptar con buen ánimo el saludo del amigo y el movimiento de la muchedumbre en las calles y avenidas de la ciudad. Respirar la vida que se nos dio y sobre todo, encontrarse uno en la naturaleza, en el rumor de los árboles. ¡Volar en el avión de papel creado por Menena Cottin!
He aprendido a vivir, a ser mas tolerante; me distancio cada día que pasa de los seres autoritarios y dominantes, orgullosos y prepotentes y busco refugio en el talento y sensibilidad de mis amigos; unos, arrastrados por la muerte hacia el lugar donde vive, aunque ella permite que mantengan conmigo el hilo de una nostálgica memoria; y otros, alzados por la vida me alimentan con el privilegio de sus sensibilidades y protejo la inamovible permanencia de Sardio, aquel grupo humano que a finales de los cincuenta del siglo pasado renovó la literatura venezolana y acabó incrustado en el nombre glorioso de Elisa Lerner.
Pasan los años. Nada parece cambiar, pero todo cambia y nosotros también. Yo he cambiado, para mejoría política e intelectual porque dejé de ser un ñángara sin rumbo para disfrutar de la democracia y para entender y aceptar que era intemperancia mía el encono y animadversión que sentía por Rómulo Betancourt, su presencia ingrata y su voz poco agradable. Lo he dicho otra veces: quienes tenían razón no éramos los agitadores de El Techo de la Ballena sino Betancourt, un demócrata de acero. ¡Y mi vida volvió a nacer!
Alcanzar estos niveles de empatía y honestidad significa haber entendido la urgencia de una conciencia civil, la dicha de asomarnos a la ventana y sentir que existe la certeza de que el país volverá a ser y que regresarán muchos de los que por deplorables circunstancias tuvieron que unirse en una diáspora no menos desdichada.
Me aflige, me disgusta y me estremece que tengamos que dialogar con la sátrapa y tratar de encontrar soluciones que despejen el abusivo y enrarecido aire del régimen cívico militar y de una oposición blanda y ávida de dinero. Nunca ha estado en mis propósitos negociar con seres que usurpan el poder político y persiguen y maltratan a sus adversarios civiles o militares cuando en verdad son ellos quienes deberían permanecer largo tiempo en las cárceles. Pero enfrento la adversidad con la única arma que poseo: mi pasión por el arte, una gran mentira que me advierte y asegura que nuestro mayor tesoro es saber que mi vida y la tuya son esencialmente sagradas.