La Constitución es el pacto político de la nación y síntesis de sus valores fundamentales. No es un contrato entre leguleyos y ha de leerse e interpretarse en el lenguaje de la nación que la ha generado. Son las reglas de juego para el juego entre los políticos, los que creen en la Constitución y en la democracia verdadera, no la de utilería, así discrepen de algunos de sus postulados.
Es ella el orden constituido y estatuido que concilia lo dogmático-histórico y cultural de un país con lo orgánico-formal, por tratarse de normas para la diversidad social y ciudadana, dentro de espacios amplios que dejan espacios para la práctica y la experiencia de lo cotidiano, según los tiempos. Distinto es que los políticos que se dicen comprometidos con el restablecimiento de la constitucionalidad a partir del mismo texto que rige, como ocurre en Venezuela, aspiren a jugar sin reglas, incluso entre ellos mismos.
La cuestión es que el parlamento de 2015, desapoderado y medrando solo al cuidado de curules que habrá de llenar la soberanía popular al haber elecciones legítimas, se da la licencia para acometer un oxímoron constitucional. Ya en Acuerdo del 15 de enero de 2019 anunciaba que pasarían bajo su cuidado las competencias del Poder Ejecutivo; obligando a su presidente –ya jefe a cargo del gobierno de la república desde el 10 de enero anterior– para que solo haga aquello que ella decida para restituir “el orden democrático y el Estado de Derecho”.
Y al dictar el Estatuto para la Transición el 5 de febrero siguiente, predica lo que entonces como ahora viola y otra vez olvida al concluir el año 2022: “Volver a la Constitución desde la propia Constitución para ofrecer un cauce ordenado y racional al inédito e inminente proceso de cambio político que ha comenzado en el país”. En suma y al término, tanto como Nicolás Maduro se hizo gobernante-legislador en 2016, el parlamento de 2015 esta vez, abiertamente, muta en legislador-gobernante.
Pues bien, quienes desde la política o desde el Estado desafían al Estado de Derecho cabe hacerles presente la experiencia de la Alemania nazi durante el nacionalsocialismo, o la de Italia bajo Mussolini, a cuyo propósito escribe Piero Calamandrei (1889-1956), exmiembro de la asamblea constituyente, su ensayo El régimen de la mentira (Il regime de la menzogna, Laterza, 2014). Y no es que se haya atentado contra el dogma de la separación de los poderes ahora, sino que la política sin reglas, insisto, no es un territorio para el diálogo político, sino una caimanera incivilizada al asalto de sus presas.
Los hechos están consumados, como lo refiere con certidumbre Ramón Escovar León, en lúcido artículo sobre las enseñanzas del cardenal Richelieu. Empero, la obra del golpe parlamentario e inconstitucional de finales de año, que sitúa a la nación venezolana en la plenitud de un régimen de facto, no lo aliviará ni morigerará lo declarado por el Departamento de Estado norteamericano: “Estados Unidos sigue reconociendo a la Asamblea Nacional electa democráticamente en 2015 como la última institución democrática que queda en Venezuela”. Esta, en efecto, cuenta con legitimidad de origen, pero la ha tirado por la borda al perder su legitimidad de desempeño.
Quedan, pues, para lo especulativo y para el debate teórico o de la cátedra, dos gruesos y relevantes problemas o cuestiones, que habrán de asumirse en sus conclusiones como enseñanzas para el porvenir. Una es que siendo un mandato constitucional inderogable y heterónomo la función del Encargado del Poder Ejecutivo en Venezuela, que corresponde al presidente del cuerpo legislativo y no al cuerpo de los diputados, ¿podrá obviarlo o darlo por inexistente quien continué presidiendo a esa suerte de «congresillo de Cariaco» prorrogado en el que se ha vuelto la Asamblea electa en 2015, sin que se reclame al primero su responsabilidad individual y política por la omisión constitucional?
Otra es la relacionada con la validez de los actos adoptados por un parlamento que permanece más allá de su período constitucional, como el dictar un novísimo Estatuto que rompe con el que le ata y le justifica, nacido este bajo la regularidad constitucional y a fin de administrar con aquel y en la última hora los activos patrimoniales de la república en el exterior. Sin mengua de los principios que fundamentan lo que se conoce como “gobierno en funciones”, a saber, los de responsabilidad institucional y de continuidad del Estado evitándose así los vacíos de poder, ¿le estaba permitido adoptar o ejercer tareas legislativas de tanta envergadura a la Asamblea de 2015? ¿Son vinculantes las actuaciones ajenas al mandato en vigor que le obliga – el estatutario de 2019 – y dictadas dentro de un período parlamentario excedido?
Las transiciones y el sostenimiento de la gobernanza en momentos de crisis o de espera electoral, nadie lo duda, tienen relevancia constitucional, pero también límites. No los abordamos por las mismas limitaciones de este post scriptum. Bástenos tener en cuenta los referentes que aporta la doctrina más autorizada y que, a buen seguro, mal consideraron quienes, desde el atalaya de la miopía política y del narcisismo digital, asumen o creen estar por encima de las leyes temporales.
“El gobierno [léase también, el parlamento] ha de permanecer en su cargo hasta que tome posesión el que le sustituye, pues el país no puede quedar sin gobierno, lo que implicaría parálisis administrativa con daño del ciudadano”, indican las enseñanzas italianas más experimentadas, antes de proseguir: “Pero tiene autolimitación fruto de la corrección institucional, al asegurar la continuidad administrativa y solo dictando actos de urgencia dentro del marco de leyes ya adoptadas, bajo la exigencia de que se trate, en efecto, de actos corrientes. No pueden examinarse nuevos diseños de leyes, solo dictarse la prórroga de términos por vencerse, no dictarse nuevos reglamentos ministeriales, no realizarse nuevas designaciones o nombramientos” (Vid. Diritto.it, passim). Es, exactamente, todo lo que se olvidó.
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