OPINIÓN

Encuentro en Bogotá

por Fidel Canelón Fidel Canelón
oposición

Foto EFE/ Mauricio Dueñas Castañeda

En medio del arreglo de cuentas con el grupo de El Aissami, tan intenso y absorbente que no parecía brindar espacios para más movimientos novedosos en nuestro escenario político, Gustavo Petro hizo el anuncio sorpresivo de una Conferencia Internacional para afrontar la crisis venezolana. Sin siquiera esperar que se barajara el juego un poco más, muchos pegando el grito en el cielo señalando que el régimen ya estaba utilizando al mandatario neogranadino para implosionar la mesa de México, y echar una vez más al suelo el proceso de negociación. Estas apresuradas reacciones son totalmente comprensibles tomando en cuenta el expediente acumulado en los últimos años por los hijos de Chávez.

Bien pronto se tuvo conocimiento de que el asunto era una jugada más compleja y elaborada de lo que se creía: tanto los voceros de Biden como integrantes de la Plataforma Unitaria mostraron su apoyo a la iniciativa, destacando que el encuentro servía para allanar el camino de vuelta a la tierra de los mexicas. Luego, el asunto fue tratado por Petro y el mandatario norteamericano en la reunión celebrada el sábado 20 en Washington.

Es evidente, primero que nada, que Petro y Maduro han venido entrando en confianza gradualmente en los pocos meses de gestión que tiene el primero. Esto es notorio si tomamos en cuenta que en la campaña electoral fue visible el distanciamiento entre los dos, atribuible, por una parte, a sus militancias en posturas hasta cierto punto antípodas dentro de la izquierda (una democrático-liberal, otra socialista autoritaria del siglo XXI) y la inconveniencia que significaba para Petro retratarse con Maduro, sin duda la figura -junto con Ortega- que más rechazo genera en la región y en el mundo.

Los primeros avances en la relación, relativos a la apertura de los distintos pasos fronterizos entre los dos países (antaño los más dinámicos de todo el subcontinente), estuvieron llenos de incumplimientos y retrasos por la parte venezolana, debido a la indisposición de acabar con los pingües negocios que militares, funcionarios y bandas delictivas habían conformado por años. Pese a ello, bien pronto ambos líderes parecen haberse persuadido de que se necesitan mutuamente como aliados no solo para reactivar la economía de ambas naciones, complementarse en el plano comercial e industrial y crear fuentes de empleo, sino también para servir de apoyo en varios de sus proyectos y apuestas de gobierno más importantes.

En el caso de Petro, parece claro que la principal de sus apuestas es la Paz Total, y allí es donde Maduro puede jugar un papel importante por las relaciones que ha tenido con el ELN, a quien, como es sabido, acogió desde hace años con el inconfesable fin de desplazar a las bandas que dominaban los negocios ilìcitos en el Arco Minero del Orinoco, y que es justamente el grupo armado que más obstáculos ha puesto al proceso de paz petrista. En el caso de Maduro, partiendo de su harta conocida opacidad, solo nos queda suponer -y esperar- que esa principal apuesta sea, efectivamente, la de adelantar el proceso de negociaciones, buscando, obviamente, las condiciones más ventajosas  posibles, de manera de poder realizar unas elecciones mínimamente competitivas, pero preservando la posibilidad de que él pueda ganarlas, o en su defecto, cualquier candidato que elija el PSUV en caso de que él se hiciese a un lado (lo cual luce poco probable).

Creemos que en este último punto puede estar la razón que explica y de forma a esta iniciativa. Debido a su bajísima legitimidad tanto de origen como de desempeño, en cualquiera de los escenarios el régimen las tiene difícil para lograr imponerse en unas elecciones, aún en el caso de que fuesen abiertamente no competitivas, como se demostró en el caso de Barinas (suponiendo, por supuesto, que la oposición tuviese de nuevo la sensatez de aceptar el reto y unirse en torno a una candidatura, sino única, al menos unitaria, lo cual lamentablemente a estas alturas todavía no es seguro). El panorama al régimen se le ha puesto aún más adverso después del desinflamiento de la burbuja, quedando al descubierto su incapacidad de implementar las características campañas de subsidio y redistribución propias de una campaña electoral, sobre todo cuando tratamos de regímenes tan acusadamente populistas.

Por tanto, para aceptar definitivamente unas elecciones mínimamente competitivas, el régimen necesita unos recursos que le permitan afrontar o sencillamente aliviar con algunos parches la crítica situación social de la gran mayoría del país. De ahí la necesidad imperiosa de lograr un levantamiento de las sanciones, que en todo caso serían parciales y progresivas, a tenor de los avances concretados con vista a los comicios del 2024.

En todo esto no parece haber mayor novedad, si no fuese porque cuando el gobierno habla de sanciones no solo se está refiriendo a las económicas aprobadas principalmente por Estados Unidos, sino a las personales -establecidas por este país y la Unión Europea a numerosos altos funcionarios- e incluso a la investigación de la Corte Penal Internacional, como lo señaló Jorge Rodríguez previo al inicio de la Conferencia. Esta postura realmente ya había sido adelantada solapadamente por el presidente de la Asamblea cuando se firmó el Acuerdo sobre el Fondo Social en noviembre del año pasado, pero pocos lo advirtieron.  Ahora la puso, nada más y nada, menos, como una exigencia para avanzar en el proceso de negociaciones.

Para decirlo en pocas palabras (si estamos entendiendo bien toda esta nueva pirueta), el régimen, aparentemente con el conocimiento y posiblemente el consentimiento de altos niveles del gobierno norteamericano (aprovechando el afán de este de alcanzar la estabilidad de un país permanentemente conflictivo para sus intereses y para la región, y de paso acceder a los recursos petroleros en medio de un contexto de guerra que no se sabe hasta cuándo se prolongará), y teniendo a Petro como operador internacional y parte interesada al mismo tiempo, ha elevado la apuesta al poner las sanciones personales como otro requisito para avanzar en la transición. Buscan proteger sus cabezas ante una eventual salida del poder. No es la primera vez que esto se plantea cuando se trata de dictaduras y regímenes autoritarios en proceso de transición. Pero obviamente hace más complejo y enmarañado el proceso, y pone a muchos países e instancias internacionales frente a dilemas políticos y éticos de distinta especie que tendrán que resolver en los meses venideros.