El día domingo 5 de junio fui al monólogo que en un pequeño teatro de Montreal presentó Laureano Márquez. El miedo, así llamó Laureano su pieza y, como todas las cosas que él hace, fue buenísima… en grado superlativo.
Hace un recorrido por la noción de miedo y de sus particulares maneras de presentarse frente a nosotros, primero como miedo individual, ese que, por ejemplo, se produce cuando alguien entra a la habitación de la víctima, quien al escuchar el ruido despierta. Se queda inmóvil. Apenas respirando. Ve acercarse al sujeto que silenciosamente entra para robar, o peor, hacer daño y desgarra (desgarra seguramente viene de garra) la ropa de su víctima, ese es un tipo de miedo, terrible.
Pero, hay otros miedos, es el miedo social (Márquez lo llama colectivo). Es este el que nos paraliza como sociedad. Nos inmoviliza y que puede matarnos como colectivo, porque de miedo… también muere la gente. Y este es el miedo que nos produce el hambre, el desabastecimiento, la inflación, la inseguridad en todas sus facetas: inseguridad jurídica, inseguridad personal, inseguridad simbólica, la incertidumbre, la amenaza de reprimirnos a través, por ejemplo, de la FAES, etc.
Lo bueno de Márquez es que mientras reflexiona sobre el asunto en términos que van mucho mas allá de la superficie del problema uno no para de reírse.
El humor como expresión simbólica de hacer política es lo que hace Laureano Márquez. Esto significa que hay múltiples maneras de hacer política, porque ella no es solo acción instrumental mediante la cual los que tienen el poder calculan a los otros como si fueran cosas; no es, tampoco, solo lo que el Estado, devenido en gobierno, hace o los partidos y los políticos hacen; la política también es, precisamente, expresión simbólica. Y esto ocurre en aquellas sociedades donde la política es cancelada por aquellos que autoritariamente definen lo qué es política y quien puede hacerla y quien no, a riesgo de ser considerado un delincuente social, terrorista, lacayo del imperio, gusano del imperio, vendepatria, fascista y un largo etc.
Lamentablemente, nuestra oposición hace política con el mismo paradigma que el régimen maneja.
Pero, bueno, a lo que voy. El teatro estaba lleno, por supuesto, de venezolanos. Descubro la sensación agradable de escuchar un habla que es la de uno. Y uno piensa, carajo, por un instante he dejado de ser analfabeta y un acto milagroso se produce entonces: desaparece esa terrible vergüenza que no abandona a uno nunca cuando se ha perdido el habla porque no se habla una lengua extraña y no se escribe ni se lee por la misma razón.
Y como por las cosas vividas hemos confrontado con otros exiliados y otros refugiados, de entrada, uno capta la diferencia del exiliado o refugiado venezolano con el típico exiliado latinoamericano, por lo menos, al que acogimos en el país en la década de los setenta y los ochenta como resultado de las dictaduras del Cono Sur (bien sean chilenos, argentinos, uruguayos y hasta bolivianos).
A propósito, recordé un texto de Héctor Abad Faciolince que hace una descripción casi exacta del exiliado latinoamericano: de mirada triste, aire miserable con ganas morbosas de ser compadecido, con historias desoladas, inconsolables, sobre los milicos y desaparecidos. Rodeados con el lamento perpetuo de la música andina. Toda una evocación permanente de nuestro destino de derrotados (Abad dice).
El exiliado venezolano no es así, no se siente héroe (aunque algunos, en verdad se disfrazan de serlo), tampoco se siente mártir. Estamos fregados (con j), es cierto, pero no andamos con la cara en el suelo y, tampoco, con los ojos enrojecidos.
El venezolano, por razones que yo no sé explicar, tiene un comportamiento diferente. También es verdad que hemos perdido la felicidad, pero no somos infelices, a pesar de que nos restrieguen en la cara la fea cicatriz que nos revela como refugiados o exiliados.
Ese 5 de junio al encontrarme con los paisanos, descubro, también, lo fuerte que somos, pues, como dice Fernanda Solórzano, quien es la analista de cine de Letras Libres: “Para el refugiado el acto de huir (del país) no solo es un desplazamiento físico que quedó en el pasado, sino un estado emocional y psicológico permanente”, pero, miren ustedes como el venezolano, que a veces, válgame Dios, es hablachento, echonsísimo y hasta perverso, en algunos casos, que son reseñados con morbosidad por la prensa del continente subrayando las cosas no tan santas que algunos indeseados cometen, lo cierto es que la mayoría se ha revelado como una raza de seres laboriosos que han vuelto a cruzar los Andes, a pie, sortear los peligros de selvas inexpugnables, cruzar ríos, enfrentarse a bandas de asesinos, traficantes de personas, narcotraficantes. En fin que se enfrentan a las dificultades que genera vivir muchas veces en situaciones límites, todo eso para luego alojarse en países que como dice la ranchera, las nubes se van, pero el sol no regresa.