Hasta el momento de escribir estas líneas, la pandemia del coronavirus ya ha causado más de 80.000 muertes, ha destruido fuentes de empleo, y ha puesto un freno a cualquier perspectiva de crecimiento de la economía mundial. Según estimaciones de la OIT, se espera que, en este año, habrá 195 millones de personas que perderán sus puestos laborales a causa del coronavirus. Además de constituir una amenaza para la salud de la población, esta pandemia ha condenado a la miseria a millones de seres humanos, ha puesto a prueba nuestros valores, constituye un desafío para nuestro estilo de vida, y nos obliga a enfrentarnos a dilemas y encrucijadas que muchos ni siquiera habían imaginado. Nos ha obligado a optar entre el miedo y la solidaridad, entre el egoísmo y la generosidad, entre la libertad y la seguridad, entre una opinión pública informada y el culto por el secreto, entre democracia y tiranía.
Ciertamente, las dimensiones de la tragedia generada por un enemigo invisible, que destruye nuestros pulmones y mata sin piedad, han generado mucho miedo entre la población, forzándonos a cambiar nuestros hábitos, a recluirnos en nuestros hogares, y a distanciarnos de los demás. Es natural que tomemos precauciones y no nos expongamos innecesariamente al contagio. Sin embargo, tampoco podemos desentendernos del destino de aquellos que, en cualquier forma, son víctimas de este enemigo implacable. Por eso, lo que hay que subrayar es la solidaridad de quienes se han volcado a ayudar y, particularmente, del personal sanitario que, exponiendo sus vidas, están brindando asistencia médica a las personas contagiadas.
Cuando comenzó esta epidemia, en una apartada provincia de China, muchos la veían como un asunto exótico, que no era de nuestra incumbencia. Despectivamente, Donald Trump se refirió a éste como “el virus chino”. Asimismo, cuando esta plaga llegó a Italia, el resto de los europeos mostraron todo el egoísmo de que son capaces, y la abandonaron a su suerte, para que Italia se las arreglara sola; lo mismo ocurrió cuando, semanas después, el virus llegó a España. En un problema que es de todos, se hubiera esperado más generosidad, y más visión, de las instituciones europeas que, hasta ahora, han preferido mirar para otro lado. Ya es de imaginar qué es lo que pueden esperar los países empobrecidos de Asia, África o América latina.
A falta de una cura para combatir el virus, la respuesta de los Estados ha sido restringir nuestras libertades. Por esta vía, se nos ha ofrecido la esperanza de algo más de seguridad, a cambio de un poco de nuestra libertad. Ésta puede ser una opción razonable si las restricciones a la libertad son proporcionadas a los beneficios para el bienestar general, y si se administran por un gobierno responsable, respetuoso de los derechos humanos y del Estado de Derecho; pero ha quedado demostrado que, en manos de una tiranía, ese es, simplemente, el pretexto para más represión, más detenciones arbitrarias, y más torturas. Por eso, no podemos renunciar mansamente a la libertad.
No sabemos, exactamente, cuántas personas están contagiadas en el mundo, y cuántas son las que han muerto ha causa del coronavirus. Aunque muchos gobiernos proporcionan datos oficiales sobre este particular, no se puede descartar que haya personas contagiadas que no han sido detectadas, y que otras personas también puedan haber fallecido víctimas de la pandemia. Lo grave es que, en otros casos, las autoridades han optado por el engaño deliberado, por el secreto (deteniendo a médicos o a periodistas que quieran informar sobre el particular), o por el misterio, pretendiendo sugerir que, en sus países, todo está controlado, o que, después de miles de casos reportados, sorpresivamente dejó de haber contagios o muertes por el coronavirus. El secreto no nos va a curar de ningún mal, y mucho menos del coronavirus.
En un primer momento, cuando las autoridades chinas aseguraban que habían tomado las medidas apropiadas para controlarlo, y mientras en Europa los contagios se multiplicaban exponencialmente, no pocas voces llegaron a sugerir que una dictadura estaba mejor preparada que una democracia para hacer frente al coronavirus. Pero cuesta creer que la verdadera disyuntiva sea elegir entre la democracia y la dictadura; cuesta creer que la opinión de un tirano sea mejor que la de una opinión pública informada, con capacidad para decidir sobre los asuntos que les conciernen. Como forma de gobierno, y como suma de los valores que la caracterizan, la democracia no es incompatible con una pandemia o una crisis de cualquier otro tipo. Por eso, cuando hayamos recuperado nuestra libertad y nos esté permitido elegir, en una encrucijada como ésta, no tomemos el camino equivocado.
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