A finales de los años cuarenta del pasado siglo cuando Belén debía bailar en teatros al aire libre, las mujeres se atropellaban para tocarla y averiguar si en verdad era un ser de este mundo o alguien proveniente de algún lugar extraño, misterioso y distante. Estremecidas, la tocaban sin saber que estaban enfrentándose al ballet, es decir, al ímpetu del grand jeté, a la perfección de la promenade y a la gloria del pas de deux. Tocaban el arte sin percatarse del tesoro que rozaban sus manos.
Se trataba de un país que apenas estaba dejando atrás el recuerdo de la indeseable, tosca y primitiva dictadura de Juan Vicente Gómez y comenzaba a prepararse para iniciarse en una edad democrática cuya existencia solo conocía de oídas porque la democracia jamás había pisado tierra venezolana. Gritábamos y nos veíamos uno a otros tratando de entender y aceptar que el país comenzaba a vivir una nueva vida distinta; y tal vez era eso lo que aquellas mujeres deseaban encontrar al tocar a las bailarinas de tutú y zapatillas de punta, maquilladas y vestidas como Mirtha la reina de las espectrales wIllis del segundo acto de Giselle.
Belén y yo éramos entonces adolescentes, dos flores de loto nacidas en el pantano de un país gomecista y primitivo que veían a Eleazar López Contreras y luego a Medina Angarita empeñarse ambos en trazar el camino de la renovación dejando atrás la oscuridad gomecista. Es cierto que el país respiró aliviado cuando un disparo en la Gobernación de Caracas derrumbó para siempre la crueldad de Eustoquio Gómez porque con esa manifestación de violencia dejaron de actuar los gomecistas y sus allegados que trataban de mantener sus privilegios y comenzaron a abandonar el país.
Sin embargo, sigo sosteniendo que uno de los mayores errores venezolanos ha sido el no haber enterrado suficientemente a Juan Vicente en Maracay porque desde entonces, salvo con López e Isaías, los militares no han dejado de incursionar en la política con perversa tenacidad sin salir de sus cuarteles y sin despojarse de sus uniformes. ¡Invariablemente, su único lenguaje recorre el violento camino de las armas mientras los caudillos civiles, al llegar al poder, tienden a apoyarse en ellas!
No hay duda que es otro aquel tiempo que manoseaba a las bailarinas para constatar si eran o no humanas, pero no parece ser muy distinto al que padecemos hoy bajo el presunto socialismo del siglo XXI, porque se han abierto las heridas que nos causó Juan Vicente a lo largo de los funestos atropellos de su rural autoritarismo. ¡Persisten las torturas y los desmanes! La diferencia se encuentra en que no son atolondradas mujeres las que anhelaban tocar o no a aquellas bailarinas que se iniciaban en un ballet que solo comenzaba a activarse treinta o mas después que Ana Pavlova estuvo en Venezuela en 1917. Es ahora todo un país el que se abraza a los valientes y decididos pasos de una mujer de acerado carácter, inteligente y políticamente centrada en alcanzar para el país que somos un sereno y beneficioso futuro.
Amable y cariñosamente Alberto Valero desde Varsovia y yo en Caracas la llamamos Mil novecientos porque las siglas de su nombre componen esa cifra en números romanos.
Lo que ocurre con Mil novecientos va mas allá de la Historia y se confunde con la Leyenda. Yo la comparé una vez con la valiente Antígona, pero lo que sucede con Mil novecientos es algo verdaderamente insólito que no creo que haya acontecido en la vida política de ningún país del mundo.
Cualquiera que sea el pueblo o la comunidad más apartada de la geografía venezolana en el este, en el llano o en la montaña surgen multitudes jubilosas que la aclaman sin que las obliguen o presionen los partidos políticos que han hecho mutis, es decir, se han borrado en silencio y el país, tradicionalmente, machista, sigue los pasos de una mujer que no solo está enseñándonos a ser sino que está aprendiendo a ser ella misma.
Lo que no termino de entender es cómo el régimen que nos agobia -los chavistas (¡si aun existen!) o los maduristas y seguidores- no sea capaz de valorar el rico esplendor de lo que ocurre y en lugar de boicotear de manera torpe y salvaje el heroico paso de Mil novecientos no lo acepte como la glorificación de lo imposible ni se rinda ante el prodigio de un país que desea alcanzarse a sí mismo y sentirse como yo atónito, entusiasta y perplejo al saber que el mundo tiene los ojos puestos sobre la geografía que nos vio nacer.
A lo largo de mi vida me he dedicado a creer en lo imposible y es por eso que hoy puedo decir en alta y muy clara voz que acompañaré hasta el final a Mil novecientos o a la persona que las circunstancias políticas coloquen en su lugar porque con ella hemos encontrado el camino hacia la libertad.