El 11 de marzo de 1973 se celebraron elecciones presidenciales en Argentina, que pondrían punto final a la dictadura militar iniciada en 1966 por el general Juan Carlos Onganía. Éstas fueron producto de la descomposición del régimen militar y del compromiso del presidente, el general Alejandro A. Lanusse, por restablecer la democracia. Entonces, el peronismo era la bestia negra de la política argentina y Juan Perón su máximo exponente. Por eso fue inhabilitado para competir por la presidencia y, en su lugar, el Frente Justicialista de Liberación (Frejuli) nominó a Héctor Cámpora, que saldría victorioso. Rodeada de una gran carga simbólica y para remarcar quien controlaba el proceso, el peronismo acuñó la consigna de “Cámpora al gobierno, Perón al poder”.
Salvando todas las distancias, que son muchas, el mismo lema podría aplicarse a la coyuntura venezolana, reformulado como “Edmundo al gobierno, María Corina al poder”. La gran diferencia entre ambos procesos es que los militares argentinos, en retirada, habían asumido, y garantizado, su compromiso con la democracia, asegurando el traspaso del gobierno al ganador de las elecciones, quienquiera fuera. En cambio, todo apunta a que en algún momento del tortuoso camino hacia la alternancia éste podría ser interrumpido, especialmente si veredicto de las urnas favorece a la oposición.
Si estas elecciones fueran normales e igualitarias, con las mismas condiciones y oportunidades para todos, el desenlace debería ser contundente. A tenor de las encuestas (incluso de las manejadas por el gobierno), el favorito es Edmundo González Urrutia, representante de la Plataforma Unitaria Democrática (PUD). El chavismo, deslegitimado y sin propuestas claras más allá del continuismo, ha sido incapaz de frenar a la oposición, finalmente encolumnada detrás de María Corina Machado, que ha sabido ganarse el apoyo popular. Ni siquiera lo ha logrado inhabilitando a la ganadora de las primarias ni tampoco a Corina Yoris, la elegida en su reemplazo.
La reconversión de María Corina Machado en una gran líder política, no solo con el carisma necesario, sino también con la suficiente capacidad estratégica y voluntad de diálogo para transitar por un terreno minado como el actual, ha sido asombrosa. Su radicalismo y su frontal antichavismo, que le valieron grandes apoyos sociales, han dado lugar a grandes dosis de pragmatismo, a la capacidad de aguantar lo que haga falta, a sortear las constantes provocaciones del régimen de Maduro, dispuesto a todo con el claro objetivo de evitar el triunfo del vasto movimiento popular que apuesta por un cambio de época en Venezuela.
Machado ha sabido endosarle a Edmundo González buena parte de sus apoyos, incluso de su carisma. En poco tiempo, el eficaz académico y diplomático, prácticamente desconocido por la opinión pública, se ha convertido en un fenómeno de masas. La frustración de las expectativas de tan colosal movilización popular podría tener consecuencias incalculables para el gobierno. Nicolás Maduro y los suyos probablemente hayan cometido el mayor error de sus carreras políticas cuando lo dejaron competir. Jamás pudieron pensar que este “hombre gris”, la imagen que de él tenían, podría arrebatarles el gobierno, donde llevan instalados un cuarto de siglo.
Decía más arriba que de ser estas unas elecciones normales el más que probable ganador sea González. Pero no lo son y de aquí al 28 de julio puede pasar cualquier cosa. Pero, el desenlace no se producirá entonces, y ni siquiera el 10 de enero de 2025, fecha prevista para el traspaso del poder. En el casi medio año que va de las elecciones al cambio de gobierno todo es posible, como el estallido de una guerra en el Esequibo que haga necesario declarar el estado de emergencia y posponer sine die la asunción del presidente por motivos de seguridad nacional o similares.
En el hipotético caso de que finalmente asuma González, no se olvide que en dos domingos solo se disputarán elecciones presidenciales en Venezuela, habrá que ver si se realiza un traspaso de gobierno en toda regla. El Parlamento, al igual que prácticamente todos los resortes de poder (la Fuerza Armada Nacional y la policía, la justicia electoral y la Corte Suprema, entre otros) seguirán en manos del chavismo, que puede condicionar cualquier transición, pese a la clara apuesta de algunos actores internacionales. Entre ellos destacan Estados Unidos, por un lado, y Colombia y Brasil, por el otro.
Tanto Gustavo Petro como Luiz Inácio Lula da Silva han mostrado su interés en que un acuerdo entre gobierno y oposición permita validar cualquier resultado electoral, garantizando igualmente la integridad de vidas y haciendas de los perdedores. Con independencia de la identidad del próximo presidente, si el impresionante movimiento popular que ha echado a andar en Venezuela sienta las bases del inicio de una transición a la democracia creíble y sostenible estaríamos ante la mejor noticia posible en mucho tiempo.
Artículo publicado en el Periódico de España
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