“La mejor respuesta a la ira es el silencio”
Marco Aurelio
¿De dónde provenimos?
Es menester aclarar en estos mustios tiempos de la posverdad, que hacen leve, nimio y tolerable cualquier atropello a la verdad, nuestro verdadero origen. ¿Quiénes somos los latinoamericanos? y entre ellos nosotros, los habitantes de este ex país llamado Venezuela. Nuestra cuna se encuentra en Occidente, en una península árida en paisajes pero rica en pensamiento y razón. Nuestra casa grande es Grecia, de allí vienen las virtudes y su estudio, obviamente me refiero a las virtudes cardinales fortaleza, templanza, justicia y prudencia, cuya danza armónica en las formas del lenguaje que permiten construir la inteligencia devienen filosofía, madre de todas las ciencias.
¿Entonces esto abjuraría la preeminencia e importancia de los pueblos ancestrales, de los indígenas, recalificados por la neolengua socialista en pueblos originarios? Reconocernos occidentales no niega ni reniega de nuestro mestizaje, que nos aporta esta manera sincrética de ser, pero asumirnos únicamente como descendientes de los aborígenes prehispánicos, nos niega, nos mutila como sociedad y, peor aún, nos aísla, nos somete a un ostracismo cultural que se puede instrumentalizar para llevarnos al horror totalitario y al extravío gansteril.
¡No somos orientales, ni palestinos, ni persas! Estos quienes nos gobiernan, creo que no estudiaron las lecciones fundamentales de cualquier libro de bachillerato, que abordase el tema de las guerras médicas y el aporte que las mismas desempeñaron para el sostenimiento occidental, de no ser por la valentía griega, en Maratón, Salamina, los acantilados de las Termopilas y la grácil Niké de Samotracia, la cual conmemora el triunfo de Occidente sobre Persia, nosotros no existiríamos como sociedad tal cual somos concebidos, la tara de aislarnos de Occidente se vincula, con la manida y alevosa intención de exiliarnos del mundo, de extrañarnos de la democracia forma de gobierno aplicada por primera vez en nuestra cuna cultural, en Grecia, en tal sentido aislarnos de la Casa Grande, supone coquetear con las formas de la tiranía oriental, con el desprecio hacia el libre pensamiento y las formas primitivas de gobiernos hereditarios, propios de lo que griegos y romanos denominaban la tragedia de la barbarie.
Conviene este prolegómeno, para zanjar el nudo gordiano, vaya adelante la reminiscencia helenística, de la herencia única de los pueblos indígenas, no podemos negar a nuestra madre, abjurar de ella, somos occidentales y me atrevo a decir modernos, porque fue a través de la lengua, por la cual comenzamos a valorar lo estéticamente bello y progresivo, ese camino nos permitió embridar una ética para la estética axiológica de los lugares comunes, de las virtudes y del arete griego, ello no niega que exista un paralelismo, una yuxtaposición entre la ética para la estética de lo hermoso y otra contrahecha, deforme, envilecida, que podríamos definir como una estética de la desesperanza, de la anarquía y del horror, distinta a la estética del helenismo de la Victoria alada de Samotracia, grácil, envuelta en paños de mármol, que simulan el bailar del peplo, de la deidad sobre la proa de un trirreme griego, dotado de ojos, que surcaron el mediterráneo y nos coronaron en libertad, democracia y justicia, esa nuestra herencia, subsumida en la frase: “La alegría griega por vivir”. (Pijoan, 1926).
Aclarado el punto de que la sociedad, hispanoamericana como ente social ontológico y vivo, no puede existir sin la maternidad de Grecia y de Occidente, podríamos entonces llegar a una aproximación conclusiva, en la cual negarnos a Occidente es un acto que presume fines alevosos destinados a separarnos de la democracia, la libertad y el tronco común del lenguaje, que permite la construcción de un andamiaje para comprender, para darle forma y racionalidad a la inteligencia, deviniendo en filosofía fallida, inválida, espuria y aviesa”, para y por la maldad y sus formas” (Baudrillard, 1990).
Esta aclaratoria construye el puente de oro hacia la virtud más importante, que requerimos los seres humanos, en tanto y cuanto, nos enfrentamos a la incertidumbre, al miedo general, al miedo paralizante, me refiero a la fortaleza, que aquí definiremos como coraje, virtud esta que bajo el amparo de la escolástica logró cristianizar los aportes de los griegos, “gentiles”, para la tradición judeo cristiana, en el Evangelio según San Lucas, se nos presenta a un Jesús quien ya sabiendo, el destino de su tormento en Jerusalén, nunca mostró, una postura dubitativa, por el contrario, el coraje y la fortaleza, le llevaron a la ciudad Santa, en donde yacía el Templo de Dios, para ser ofrecida su vida en reparación de nuestros pecados, es así como el evangelista nos presenta:
Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén. Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: «Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?». Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea. (Lucas, 1972).
La reflexión es clara, la reprimenda de Jesús hacia sus apóstoles solo buscaba imponer el coraje de aquello, que ha de enfrentarse por la voluntad del Padre, a pesar del dolor, de la angustia y de la terrible agonía en el madero ominoso, trocado en símbolo de veneración para cristianos y católicos, pues en él, derramó su sangre el salvador, este coraje y fortaleza le fueron también, insuflados a los discípulos, quienes aceptaron el martirio, como precio por dar la buena nueva, fortaleza y coraje de nuestra madre lacrimosa, frente a la cruz, fortaleza y templanza, para aceptar las cruces que nos tocan llevar, cargar y asumir, maderos que laceran, maderos que aplastan, maderos en los cuales, debemos de usar los clavos de las muñecas y pies, para empinar una espalda desnuda de dermis e inhalar y exhalar, para hablar como lo hiciera nuestro señor, es en Cristo, en donde todo este continente padeciente, se encuentra en torno a una única verdad, no en vano fuimos llamados por San Juan Pablo II: “El continente de la Esperanza” (Wojtyla, 1991), esa nuestra fe de occidente, nos pega, después de haber sido desmembrados por las tiranías que nos oprimen.
En nuestro atormentado país, todos los días Cristo acude a las ergástulas del terror, esas sombrías madrigueras del mal, para ser crucificado, escupido, flagelado, coronado de espinas, desnudado y sometido al escarnio, para ser clavado, enjugado con vinagre en una esponja asida a un palo, que se empleaba a guisa de instrumento para limpiar las heces de la soldadesca romana, en esos pestilentes lugares, reside Cristo, allí creemos que yace inerte, vencido por el mal, pero parafraseando a san Juan pablo II, en una homilía para las juventudes de Chile, “Dios siempre puede más” (Wojtila, 1987).
Finalmente, en el entendido de la “incompatibilidad y la falsedad de cualquier ideología que promueva el odio, para resolver los problemas sociales” (Wojtila, 1987), encontraremos ese lugar común de preceptos axiológicos que nos conduzcan hacia la libertad, la dignidad, la decencia y la democracia, fortaleza y coraje, mixturadas con fe y esperanza, esa combinación cardinal y teológica es bálsamo para nuestro espíritu y se trocará en el pegamento que nos vuelva a unir, para reconstruir la confianza y el contrato social, terriblemente dañado, pero aún reversible. De esta prueba compleja, de este último estertor doloroso saldremos, rotos pero enteros.
¡No tengáis miedo, abrir las puertas a Cristo!
Referencias
Baudrillard, J. (1990). La transparencia del mal. Ensayo sou le phénomenes. Paris: Galilea.
Lucas, 9.-5. (1972). Evangelio según S Lucas. Santiago de Chile: Biblia Latinoamericana.
Pijoan, J. (1926). Historia del Mundo (Vol. I). Zaragoza: Salvat.
Wojtila, K. (1987). Mensaje a los jóvenes chilenos SS Juan Pablo II. En D. p. Comunicacione (Ed.). (pág. 2). Roma: Editria Vaticama.
Wojtyla, K. (1991). Centesimus Annus. Roma: Editorial Las Paulinas.
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