Se dijo que uno de los productores del Mago de Oz se negó a admitir «Over the Rainbow», música de Harold Arlen y letra de Yip Harburg, algo verdaderamente insólito, porque sigue siendo una canción emblemática de Hollywood, Oscar a la Mejor Canción Original, célebre mundialmente y la que dio aun mayor notoriedad a Judy Garland. Se dijo también que en un principio las empresas productoras rechazaron a Fred Astaire aduciendo físico ingrato y no obstante se convirtió en adorable mitología como actor y como el bailarín más aclamado del mundo. Han sido muchos los guionistas y actores que han salido deshechos de los estudios de cine al verse rechazados sin piedad alguna y son muchos los escritores o escritoras en desánimo porque las editoriales también han rechazado sus manuscritos.
Es inevitable, pero siempre surgirá a plena luz del sol y al descampado una mente limitada, alguna fría y despiadada sombra de aunque se sigue diciendo que solo fue un malentendido escritorio, un ser visceralmente mediocre que impedirá el avance de lo que busca instalarse como algo nuevo, audaz, en vibrante enfrentamiento con lo aceptado. No necesariamente debe brotar del subsuelo porque André Gide era de la superficie, pero desestimó groseramente En busca del tiempo perdido, la inmensa e invalorable obra de Marcel Proust y dijo, para arrepentirse luego, que no lograba comprender que se emplearan treinta páginas para describir cómo alguien da vueltas y más vueltas en su cama antes de encontrar el sueño. Y de seguro que el editor Carlos Barral habrá lamentado en cada lágrima de vergüenza su rechazo a Cien años de soledad, aunque se sigue diciendo que solo fue un misterioso malentendido.
En el país venezolano ocurre lo mismo, pero es aún mayor y penosa la humillación porque es la abusiva autoridad política (¡bolivariana o no!) la que interfiere y obstaculiza la expresión del propio país. Es para no creerlo, pero sucede a menudo: a Jean Paul Sartre lo aplazaron en el liceo o en el politécnico; Albeniz no pasó el examen de música y a Salvador Dalí lo vieron con malos ojos la vez que en lugar de pintar a la Virgen María vio y pintó un paltó colgado de un gancho.
Son centenares los escritores, actores o artistas plásticos que han desertado de sus actividades científicas o académicas llamados por el arte o las letras. Unas pruebas vivientes son los venezolanos Samuel Baroni y Oswaldo Vigas.
Ernesto Sábato abandonó sus investigaciones científicas al lado de Madame Curie para abrazarse decididamente a la literatura. El túnel, su primera novela, fue rechazada por todas las editoriales argentinas y Sábato tuvo que soportar que se pusiera en entredicho su disposición hacia la literatura, cuando alguien afirmó que un científico no tiene capacidad para escribir una novela y Sábato escribió tres: El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddon el exterminador.
¡Pero hay algo aún más terrible y desdeñoso que el rechazo o la muerte! Es la locura que abisma a los seres y los separa del mundo: los hiere en vida perturbando los gestos y palabras que han sido suyos. Supe lo que significaba el desequilibrio mental la vez que junto a Salvador Garmendia y un poeta amigo nos tocó llevar a un hermano del poeta a Bárbula, Valencia, para internarlo en el hospital psiquiátrico, eufemismo muy venezolano para no mencionar la palabra «manicomio». Valencia supone un viaje de horas por la autopista y el enfermo no hizo más que repetir una y otra y otra vez que le gustaba Billo, ¡es que me gusta Billo! y se preguntaba: ¿por qué me gusta Billo? y volvía con Billo durante todo el viaje y el hermano le pedía que callara y seguía mencionando a Billo hasta llegar a Valencia.
Gérald de Nerval, el desdichado Príncipe de Acquitania, al considerar que su única estrella había muerto y solo le quedaba el sol negro de la melancolía, se colgó en París de un farol en la calle de la Vieille Lanterne porque los delirios no cabían en su mente desprotegida.
Personalmente, siento que algo se resquebraja en mi espíritu cuando la mirada de Tamara Karsávina, la bailarina excompañera de Vatzla Nijinsky, se posa en él la vez que se encontraron en el palco de Diaghilev y ya el alma de Nijinsky había zozobrado y el famoso bailarín se había retirado del mundo. ¡Vatzla!, alcanzó ella a decir y él no la reconoció vestida como estaba para bailar Petrushka, el ballet que ambos interpretaron exitosamente y al recordar esta escena no puedo evitar que de mis ojos broten lágrimas de tristeza.
Y es lo que me ocurre también cuando pienso en Hölderlin y sus trastornos mentales, recluido hasta el día de su muerte en una torre en Tubinga, Alemania, y en seres de encumbrado renombre como Nietzsche, Maupassant o el venezolano Reverón, que terminaron sus vidas no en manicomios sino en clínicas psiquiátricas y se me viene encima el nombre de Esenin, el agraciado poeta ruso que estuvo casado con Isadora Duncan y a los treinta años escribió un poema con su propia sangre y seguidamente se ahorcó en una habitación del hotel Inglaterra en San Petersburgo.
Pero lo que escribieron o lo que pintó el venezolano en Macuto estaba cargado de iluminada conciencia; aprendí mucho de Nietszche, sigo leyendo a Hölderlin, leo los cuentos esenciales de Maupassant reunidos en un volumen de 1.200 páginas y admiro al Reverón que se glorificó haciendo suya la luz del mar.
En la sonoridad de sus propias lenguas dijeron: «amor», «tarde», «mar», «soledad», palabras que jamás se han perdido en el camino pero tampoco se han oscurecido y siguen siendo las mismas que me ha tocado aprender y decir consciente del enorme pero fascinante peso de tiempo y de emociones sensibles que ellas cargan consigo, pero sin arrastrar los sentimientos ni las circunstancias que las rodearon cuando Hölderlin las pronunció dentro o fuera de la torre donde estuvo recluido.
Lo recordó Rafael Cadenas: la palabra menciona al fuego, pero no es ella la que se incendia.
Fui un tanto más allá y hace años le pedí a un amigo ruso que leyera en voz alta un poema de Esenin y al hacerlo escuché en mi estrecha pero jubilosa imaginación el rumor del viento acariciando los árboles de Konstantinovo, al noreste de Bulgaria, donde nació Esenin cuando existía el imperio ruso.
Siento que cada vez se estrechan y desaparecen los espacios que se creía separaban a la razón de la demencia y al arte de la ciencia. Se han borrado los límites y pareciera más bien que el mundo en desequilibrio gusta aturdirse al borde del abismo fomentando enfrentamientos y activándose en genocidios que no terminan nunca y en humanas estampidas que huyen del espanto deseosas de encontrar en otros países alimentos, seguridad y descanso.
Avanzamos científica y tecnológicamente, pero ¿avanzamos moralmente? Países poderosos como Estados Unidos con Donald Trump o la Rusia que alguna vez conoció a Tolstoi y a Anton Chéjov se están hundiendo moralmente y son muchos los gobiernos en el Oriente y en el Occidente del mundo que adolecen de moral endeble.
Lenta o aceleradamente nos sepultamos en un bochorno ético en el que son los malvados quienes manejan al mundo y destierran o condenan al espíritu del bien. El mío, venezolano, junto al país y desde hace más de veinte años, vive en la dura región del exilio y hay quienes desesperados reafirman lo dicho por el propio Nietszche: «¡Dios ha muerto!».
Sin embargo, apoyándome en los escombros de mi delirante razón no me pesaría acompañar hoy a estos seres desdichados que he mencionado y a muchos otros cuyos nombres ignoro porque en lo más hondo de mí descubro que también son míos los delirios de Tubinga, la agonía de Esenin en San Petersburgo y la dolorosa mirada de la Karsávina en el palco de Diaghilev.
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