OPINIÓN

En la tierra perfecta

por Alfredo Cedeño Alfredo Cedeño

Foto Alfredo Cedeño

Había una vez un país impoluto, en el que los maestros daban clases de ciudadanía y nunca hubo entre ellos casos de prevaricación, o de cabalgar horarios al amparo de reposos médicos que les permitían desempeñar varios cargos a la vez. Ellos nunca fueron aquilatados en sus verdaderos logros: habían alcanzado el dominio del arte de la ubicuidad. Era un terruño idílico de partidos políticos dedicados al servicio, donde nunca se repartieron vehículos entre los jefes regionales de partido, o jamás se prestaron a maromas retóricas para otorgar concesiones mineras, por decir un par de ejemplos.

Era un territorio donde nunca hubo sindicalistas que compraron casas suntuosas, ni carros estrafalarios ni tampoco se les conseguía en bares y lupanares camuflados con mujeres que no eran las suyas. En ese modelo de Estado no hubo ministros que cobraban comisiones, ni tampoco hubo testaferros al servicio de ellos y de cuanto funcionario, de medio nivel hacia arriba, se desempeñaba en algún cargo público.

Esa era la patria de la corrección y el ejemplar desempeño, donde no había porteros de instituciones que tenían cuatro carros, casa en la playa, apartamento en El Marqués, y que viajaban dos veces al año a ver a al ratón Mickey –una vez con la familia oficial y otra con la amante de turno–. Allá nunca un funcionario maltrataba al usuario, y siempre, siempre, siempre, le resolvía al ciudadano sus problemas, ni  nunca le pedían “algo para el café”. Era el territorio de la corrección a toda prueba, donde los profesores universitarios cumplían a cabalidad sus turnos, ni había casos de algunos que plagiaban los trabajos de alumnos o de tesistas, ante los que ellos habían fungido de jurados, para luego cobrar cifras cuantiosas a cargo de los institutos de investigación.

Les escribo sobre un pueblo al que los suizos veían con envidia ante la transparencia de su funcionamiento; donde no había policías, guardias ni fiscales de tránsito que abusaban a troche y moche de los ciudadanos. Era la tierra de gracia perpetua y oportunidades inacabables. Y todo eso se vino al suelo con la llegada de unos malvados, de tono rojo rojito, que acabaron con ese paraíso. Esos malévolos seres llegaron de otro planeta, no fueron concebidos, entre arrumacos y cálculos desatinados, y amparados por todos aquellos que buscaban tener una tajada de pastel más gorda de la que ya tenían.

Por eso es que ahora hay un país de viudas gemebundas, absolutamente dispuestas a lapidar a todos aquellos que no nos sometemos a cantar las virtudes de lo que nunca fuimos…

© Alfredo Cedeño

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