Con cierta frecuencia se oyen o leen relatos de trascendentes experiencias relacionadas con aquel fenómeno, que tan esquivo ha sido conmigo, del traslucimiento de la esencia de una persona en sus rasgos externos, como los de aquellos que en los ojos del Einstein de alguno de los retratos de sus últimos años han podido «ver» la serena naturaleza de la infinita sabiduría o, más sorprendente todavía, el rostro disforme y repulsivo de la suprema maldad en las fotografías del casi risueño Hitler de los días previos o posteriores al inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Apariencias, sin duda, pero no entendidas, verbigracia, dentro del marco platónico de la teoría de las ideas, en el que aquellas —las apariencias— constituyen un falso conocimiento que se adquiere por conducto de la percepción del «engañoso» mundo sensible o de la «engañosa» percepción de lo sensible —según la interpretación—, y que difiere del que deriva de la aprehensión sistemática y reflexiva de la esencia de cada cosa, de cada realidad, en especial de la del ser, sino más bien como burdas ficciones construidas sobre hechos conocidos.
En efecto, quienes tales cosas creen «adivinar» en los rasgos en cuestión solo forjan, y discúlpese la grosera vinculación de esos significantes, una suerte de fenomenología a posteriori, o lo que es lo mismo, una seudofenomenología basada en lo que ya se sabe, o más bien, en lo que se cree saber sobre la propia «esencia» hacia la que, como en la ruta propuesta por Husserl, tendría que conducir la descripción de la cosa —lo que de por sí es muy discutible—.
De no conocer yo, por ejemplo, las atrocidades ordenadas por Hitler o la titánica talla intelectual de Einstein, al ver las mismas fotografías solo podría señalar que el primero parece un caballero —haciendo énfasis en «parece» y sabiendo además que «caballero» no implica necesariamente una determinada naturaleza— y que la maravillosa figura desmelenada del segundo es, cuando menos, hilarante. Nada más sería capaz de agregar sin correr el riesgo de quedar atrapado en el mortal campo minado de las atribuciones.
Claro que de lo uno y de lo otro tengo algún conocimiento y, no obstante, únicamente puedo atenerme en la consideración de ambos a los hechos con los que no se cabría aspirar a aprehender por completo sus «esencias», pero que en el plano de los asuntos prácticos ayudan a establecer, de indubitable modo, que el primero fue uno de los más cruentos criminales de la historia «conocida» de la humanidad y el segundo un auténtico genio.
Nótese, valga la «digresión» —que no es tal, en virtud de lo apuntado más adelante—, que el término «auténtico» tiene en la última de las dos afirmaciones una función delimitadora, por cuanto no he pretendido con él introducir una verdad inconcusa, sino hacer una distinción que bien puede complementar lo mencionado desde distintas perspectivas gnoseológicas acerca del cómo se aprehende, e incluso desde otras de índole ontológica, a la luz de lo que hoy no pocos asocian con el sustantivo «genio», esto es, éxito y popularidad, y que en clave seudosilogística lleva a erróneos razonamientos del tipo «Einstein fue un genio y, además, fue exitoso y popular, ergo, todos los genios son exitosos y populares», que es igual a la falacia «todos los genios son exitosos y populares al igual que Bad Bunny, Kim Kardashian y Conor McGregor, ergo, Bad Bunny, Kim Kardashian y Conor Mcgregor son también genios».
Por supuesto, estas tres figuras públicas no lo son —no son genios— ni la indicación de ello implica menosprecio, como tampoco son relevantes aquí sus logros, méritos y deméritos.
Sea lo que fuere, cualquiera que se detenga ante los problemas que plantean tanto la distinción de lo «real» como los modos de determinar en primer lugar cada qué y lo que cada qué es, o en otras palabras, en la reflexión acerca de un objeto ontológico, una «realidad» —que bien podría ser un conjunto de «realidades»—, y uno gnoseológico constituido por el conocimiento de esta realidad y las formas de saber lo que ella es —que en las coordenadas de la filosofía de la ciencia se circunscribiría a los problemas del conocimiento científico—, se adentrará en el intrincado pero ineludible dédalo de los supuestos con los que se ha erigido el inacabado edificio de la filosofía sobre el cual, a su vez, precariamente se sostiene el menos completo edificio de la ciencia, y en el que hallará dos «extremos» que como tales se consideran por conectar todos o la mayoría de los caminos, de la forma en que lo harían los nodos con mayor centralidad en una red —en este caso, una red de proposiciones—, más que por una analogía con opuestos en lo espacial, sin que por ello sean algo así como los grandes modelos de «verdad».
En uno, la realidad es una proyección del pensamiento y solo a través de este puede conocerse su esencia; en el otro, la realidad está dada más allá de lo que se piensa y su conocimiento resulta del contacto con la entidad o las entidades sensibles que tienen esa existencia propia, fuera del pensamiento, y de las que el propio ser racional puede formar parte. Sin embargo, no son tales nociones opuestos irreconciliables en cada una de sus facetas. De ahí que luzcan como incoherencias ciertas posturas en apariencia alejadas por su ubicación en «extremos» que acaban convergiendo en los mismo «lugares», como, verbigracia, las de los idealistas de la clase que entiende la realidad como la idea de un ente «primordial» en la que están contenidas las demás entidades —y sus esencias—, incluyendo todos los demás seres racionales que, por tal razón, no son creadores de su propia realidad, pues hasta sus pensamientos constituyen piezas de lo pensado por ese yo «verdadero», y las de los empíricos del tipo que ven la realidad como algo tan «separado» del yo y su pensamiento que, simplemente, no puede ser ella modificada por este.
Ambas posturas, que no son las únicas en aquellos «extremos», desembocan en un mismo determinismo. Una, podría ser la visión de un ferviente creyente en algún plan divino; la otra, la de un científico que, de un modo similar a como lo hizo Stephen Hawking para el desarrollo de la propuesta ontoepistemológica que resume en El gran diseño, toma como modelo de realidad un universo —o un «multiverso», que no cambiaría lo medular del planteo— que es indefectible producto de unas determinadas condiciones iniciales dadas por sí mismas —aunque la otra posibilidad de las condiciones dadas por un ente primero, un dios, tampoco modificaría el resultado determinístico—.
Las facetas de este género, en las que se tocan los «extremos», son más numerosas de lo que se podría imaginar desde aproximaciones superficiales a la filosofía y, de hecho, se encuentran entretejidas en una compleja trama en las que propuestas como el idealismo kantiano o el realismo popperiano generan confusiones a la hora de tratar de conectarlas con aquellos, pero para fines prácticos, esos en los que algunos ven una cuasisacrílega reducción de lo más elevado que hay en el ser humano en cuanto ente dotado de razón que puede y debe encaminar su volición hacia la trascendencia, es a la construcción de una realidad social, intersubjetiva, a lo que cada individuo debe tratar de contribuir dentro de algún marco de acuerdo sobre lo que es —lo social— y cómo se construye, que deje aspectos como por ejemplo el determinismo o el indeterminismo en instancias más grandes y que a menudo, por inconmensurables, escapan en parte a lo que es posible conocer —por expresarlo en términos de Kant, sin que ello implique adscripción a su idealismo—.
Esta noción no es nueva y, de hecho, ha formado parte del grueso de las filosofías, si no de todas ellas, aun antes de Platón, quien la desarrolló como eje de una política que, bien puede afirmarse ahora, carecería de sentido de no haber ideas compartidas y entendidas del mismo modo por un «yo» y por un «otro» que es a su vez un «yo» respecto del que el primero es el «otro», es decir, sin la realidad en la que se interconectan los individuales mundos de las ideas de cada «yo», lo que además otorga valor al reino de lo sensible que, ¡oh, sorpresa!, no descartó aquel —el más conspicuo de los idealistas—.
Varias personas pueden afirmar de igual forma que Hitler fue uno de los más cruentos criminales de la historia «conocida» de la humanidad no por las aprehensiones individuales de una esencia que, por decirlo de alguna manera, no entran en contacto unas con otras, sino por el contraste de las acciones de tal ente, de ese sujeto, con unas nociones previamente definidas y aceptadas por la sociedad, y de las que unos determinados valores constituyen su argamasa axiológica. Es, por tanto, el modo de existir del ente, en consonancia o no con dichos valores, y no la esencia del ente, lo que cuenta para el mantenimiento de los acuerdos sociales, si bien aquella argamasa debería integrar todo lo que compone la esencia humana para que lo aceptable según lo acordado no entre en conflicto con lo que hoy se conoce como el conjunto de las libertades fundamentales, tal como en efecto ya lo recoge el mejor de los hasta ahora imaginables marcos axiológicos: la Declaración Universal de Derechos Humanos.
El que la «aceptación» de este marco no se haya traducido todavía en un clima universal de respeto a los derechos que consagra, es otra discusión.
En cualquier caso, la instancia de la realidad social cobra especial relevancia en la búsqueda intersubjetiva de soluciones a problemas prácticos, relacionados sobre todo con la supervivencia en el aquí y el ahora compartidos, indistintamente de las ideas individuales acerca de lo trascendente y eterno, y en esa búsqueda desempeñan los hechos un papel de enorme importancia en el conocer, en el decidir y en el actuar sin que ello suponga el abandono de otras —búsquedas— más elevadas y no necesariamente centradas en lo factual —dependiendo, claro, del marco filosófico general que se haya adoptado—, por lo que los intentos de conocer, decidir y actuar en este ámbito con los elementos que convendría reservar a las reflexiones sobre asuntos ontológicos y gnoseológicos en el otro, en el más general y no sujeto a las presiones de lo inmediato, son como los de un perro hipotético que queda atrapado en la infructuosa persecución de su propia cola y, en consecuencia, aparta la atención de una amenaza que deviene en causa de su muerte.
Por otro lado, las presiones de la «inmediatez» hacen necesarios elementos que, al menos con esos fines prácticos, permitan realizar con la menor incertidumbre posible aquellas operaciones, tal como el apóstol Tomás —ficción o no— lo juzgó imprescindible desde la óptica de la acción en una encrucijada en que la vida «física» está en riesgo.
El requerimiento de alguna evidencia que le permitiese identificar o no al Maestro para luego seguir un determinado curso de acción —huir, entregarse, luchar, entre otros— resulta sensato desde la anterior perspectiva, aun cuando desde otras más trascendentes no sea de interés lo que lo motivó a proceder como lo hizo; algo paradójico si se considera que las búsquedas más elevadas en esta realidad sensible son solo posibles si el «yo», también sensible, es capaz de sobrevivir gracias a voliciones orientadas a lo práctico en el día a día.
Las reflexiones sobre esto son, sin duda, muy pertinentes en la turbulenta contemporaneidad, y más en contextos totalitarios que constriñen lo volitivo, en los que, en primer lugar, los propios acuerdos sobre las definiciones tanto de la realidad a superar como de la realidad a construir, y la de los caminos que permitan transitar de la primera a la segunda deberían, con mayor razón, derivar de evidencias y no de elementos como las creencias.