¡Lo he contado otras veces! Desperté esa mañana y le dije a Belén: «¡Hoy cumplo cincuenta años; a partir de hoy diré ¡Sí! cuando deba decir Sí y diré ¡No! cuando deba decir No porque hasta ahora siempre he dicho todo lo contrario y lo primero que haré es decirle ¡No! al Partido Comunista del que jamás fui militante, pero sí compañero de camino!».
Lo que he lamentado siempre es haber esperado tanto tiempo porque Rómulo Betancourt lo hizo a temprana edad para considerar, además, que el comunismo es impracticable en el país venezolano a menos que se impusiera o se sostuviese por medios violentos como ocurrió en Rusia, en la Alemania del Este, China o Cuba. Es lo que explica que él sea Rómulo Betancourt y yo un simple ciudadano de este triste y anclado país. (Valerse de la democracia, como en el «bolivariano» caso venezolano de Hugo Chávez, para asaltar el poder y traicionar luego al país es un engaño vil).
Pero me liberé del marxismo, es decir, de una pesada y fraudulenta ideología. (Hoy, a mis noventa años me he liberado de toda clase de ideologías y camino hacia donde voy con ideas propias y ventanas abiertas).
De muchacho también creí que el imperialismo yanqui estaba cavando su propia fosa. Era lo que se pregonaba en Moscú y repetían los partidos comunistas a lo largo del mundo sin percatarse de que era la Unión Soviética la que manejaba el pico y la pala para cavar la suya.
También de muchacho me interesaban más los logros alcanzados por la educación en Azerbaiyán y me extasiaban las espigas de trigo de Ucrania en lugar de averiguar por qué se estaban secando los ríos venezolanos, pero al decir ¡No! dejé de hundirme en la lectura de los aburridos informes sobre los congresos de los soviets y ya nadie podía obligarme a leer Así se templó el acero, la novela de Nikolái Ostrovski. porque me negué no solo a asfixiarme con los libros de Georgui Plejanov, considerado como el padre del marxismo ruso, sino a rechazar de plano al realismo soviético que en el arte, en el cine y en la literatura exaltaba al «héroe positivo».
La vez que traté de hacer pan en mi casa ocurrió algo premonitorio: la masa quedó tan endurecida que parecía un arma ofensiva. Enfrenté mi fracaso y mi familia me vio arder desilusionado: «¡Soy como el partido comunista venezolano!, gritaba en la cocina. ¡No se me dan las masas!».
Decir ¡No! significaba desterrar de mi espíritu cualquier asomo de totalitarismo, de prepotencia militar, de dedo índice autoritario, de pensamiento único, de encumbramiento civil, pero también de rechazo a los esbirros, ratas, delatores, futuros patriotas cooperantes y enchufados. Desde entonces me situé en una discreta barrera que me permitió valorar sobradamente a los caudillos civiles o militares que entraban o salían de Miraflores o del Ministerio de la Defensa sonriendo alegremente mientras el país trataba infructuosamente de alcanzar una modernidad que lo liberara del subdesarrollo en el que aun permanece. Me duele decirlo, pero bajo el chavismo usurpador el país ha vuelto a ser el país primitivo al que también le dije ¡No! cuando era ñángara y creía que el Ché Guevara era un honesto combatiente históricamente presentable y no el despiadado sujeto de mente criminal que, muerto, nos sigue fusilando.
En aquel momento dije ¡No! a los héroes revolucionarios que se convierten en sátrapas de sombría crueldad, y lo sigo vociferando.
Dejé de ser el novato compañero de viaje que no llegó nunca a vender Tribuna Popular, el periódico del partido, porque prefería dejarlo en un lugar de paso y pagarlo con mi propio dinero. Me convertí en un ser de mente abierta que rechaza ferozmente a los dogmáticos, terroristas y fundamentalistas islámicos o de cualquier otra procedencia. Abomino las formas que asuma la esclavitud o el tráfico de drogas o de seres humanos o del reino animal y celebro la inteligencia que se anima en los predios universitarios.
El nazismo, el estalinismo, el libro rojo de Mao, el Pol Pot de Camboya, la violencia norteamericana que con la bomba atómica volatilizó a un hombre sentado en una plaza de Hiroshima y solo quedó de él una mancha oscura en el cemento que ha sido imposible borrar; la profunda herida del Vietnam y la caída de las torres gemelas, entre miles de horrores, han sido lecciones dolorosas que han debido alertar a los poderosos que con astucia o simple violencia continúan contaminado al mundo con un populismo ingrato y desolador.
Dejé de llamar «¡camarada!» o «¡compañera! a la atolondrada novia ocasional de sandalias baratas y piés y sostenes sucios empeñada en parecerse a una proletaria del montón siendo como era una chica de urbanización.
Descubrí a tiempo y para gran desconsuelo de mi sensibilidad que el comunismo atiende con diligencia asuntos de economía política y deja de lado y poco le importan los desvelos, festejos y agonías del corazón. Pero nunca imaginé que al final de mis pasos por esta vida iba a cruzarse conmigo, vestido de color rojo bolivariano, aquel ¡NO! que pronuncié y al que me enfrenté cuando desperté en la mitad del camino.