La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos”. (Antonio Machado).

No sé si se han dado cuenta, pero casi todas las semanas muere algún personaje público, entendiendo por personaje público alguien que es digno de que la prensa, la radio y la televisión se hagan eco de su óbito.

Si uno se para a pensar, esto significa que, si todas las semanas muere alguien relevante, todos los días muere multitud de gente anónima; que caemos como moscas, vamos. Recuerdo cuando leía el periódico en papel. El periódico en papel se sigue editando, desde luego, pero desde que puedes leer las noticias en el móvil, las rotativas han quedado para los nostálgicos del siglo XX, que somos legión.

Si uno lo piensa bien, esto de los móviles ha tenido una evolución curiosa. Desde que sacaron los teléfonos satélite, aquellos maletines que pesaban veinte kilos, sin exagerar, la tendencia de los móviles comenzó a dirigirse a que cada vez fueran más pequeños. Llevar un móvil diminuto era lo más de lo más. Me acuerdo del Motorola V, que abultaba poco más que un mechero Zippo. Sacabas el móvil y la gente flipaba. Ahora, sin embargo, la nueva tendencia es que las pantallas sean cada vez más grandes. Esto ha empezado a ocurrir desde que podemos ver porno en el móvil, por si no lo habían notado. Curioso, el género humano, sin lugar a dudas.

Volviendo al tema de los periódicos de papel y de los óbitos, una de mis secciones favoritas, sobre todo cuando lo leía en la playa, con tiempo para recrearme, era precisamente el obituario. Siempre sentía una curiosidad morbosa por la edad de los fallecidos. Lo normal era que fueran gente de edad avanzada, pero siempre te encontrabas con alguno que se había ido a destiempo. Entonces, me preguntaba de qué habría muerto una persona tan joven, como si fuera la vieja del visillo mirando tras la cortina. Pero creo que, el hecho de leerlo en la playa, sobre todo tenía que ver con la sensación, un tanto inconfesable, de sentirme privilegiado; “estos muertos y yo en la playa”. No sé si me entienden. Siempre he sido un poco psicópata, la verdad.

Esta reflexión absurda viene a colación de otra cosa que me produce una envidia insana. No sé si ustedes habrán leído a Max Beerbohm, escritor, por otro lado, bastante fuera de los circuitos habituales. En su relato más popular Enoch Soames, Beerbohm refleja muy bien algo que nos pasa a todos los que escribimos, o al menos así debería ser. Enoch Soames es un escritor mediocre, no como yo que soy la leche, y en su condición de escritor, como ya he dicho, va implícito un cierto anhelo de inmortalidad, de trascendencia. Por este motivo, Enoch vende su alma al diablo para poder viajar en el tiempo, cien años hacia delante, para comprobar si su obra ha trascendido o, por el contrario, se ha perdido en los confines oscuros del fracaso y el olvido. Desgraciadamente, su obra no ha trascendido.

Y esto me lleva a otro nudo de mi reflexión de hoy. Desde mi punto de vista de escritor, siendo muy ambicioso, creo que todo aquel que crea, todo artista, lo hace con la intención de llegar al público. Esto tiene mucho que ver con el miedo a la muerte y, lo que es peor, a la desaparición y el olvido. Si no logras trascender, a través de tu obra, sea cual sea, una vez que fallezca la última persona que te conoció, serás humo, polvo. Nada quedará de ti ni de tu paso por este mundo imperfecto. Y toda tu existencia se habrá volatilizado, como tú mismo, como tu cuerpo mortal.

Sin embargo, aquellos que por su actividad, sea esta cual sea, logran trascender a su muerte, viven para siempre. De algún modo, siguen con nosotros, cada vez que alguien escucha su música, lee sus escritos o admira su obra. Es eso, la búsqueda de la inmortalidad, lo que mueve al escritor. No la fama, ni la fortuna, ni el reconocimiento en vida. Lo que busca un escritor, o al menos yo así lo pienso, es quedar reflejado en el interlineado de sus escritos, para que no solo trascienda su obra, sino también su yo, su psique, quede impresa para trascender.

De esta manera, la muerte no siempre es una maldición para el escritor, si esta, de algún modo, favorece a su obra.

Así pues, la muerte esta semana del inefable Francisco Ibáñez, sin duda uno de los creadores más prolíficos y brillantes del siglo XX y el XXI, y el mejor en lo suyo en este país nuestro, que solo recuerda y elogia a los creadores una vez que han fallecido, me ha recordado que mi deseo, aquello que me haría feliz en mis momentos postreros, sería saber que mi muerte va a ser noticia en los telediarios; no en la sección de sucesos, eso desgraciadamente es fácil, sino en la de cultura. Soy así de petulante y de engreído, pero perseguiré ese objetivo lo que me quede de vida. Y es más, lo conseguiré.

Así que si algún día ven la noticia de mi muerte en los medios de comunicación, piensen que fui un hombre en pos de un objetivo absurdo, pero que, absurdamente, lo conseguí.

La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”. (Gabriel García Márquez).

@elvillano1970


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