Poco después de conocerse el resultado del plebiscito constitucional, el presidente colombiano Petro tuiteó: «Revivió Pinochet». Su apelación al pasado dictatorial chileno desconocía el elevado número de votantes (85% del censo) y la aplastante mayoría que apoyó el «rechazo». Una mayoría que incluía, por mor de la aritmética, a numerosos votantes de centro izquierda y a una cantidad no menor de quienes de modo abrumador habían apoyado en su día el intento de acabar con la Constitución pinochetista.
¿Por qué fue derrotado el «apruebo»? No hay una razón única que lo explique, comenzando por el deterioro en la imagen de la Convención Constitucional y por su poco ponderado producto. El texto no solo era largo, farragoso y contradictorio, sino más que la nueva Constitución que el país necesitaba parecía el programa político de un grupo de fuerzas antisistema. Era como si el mundo acabara mañana y previamente hubiera que cancelar las cuentas pendientes de reivindicaciones perpetuas.
Como bien expresó el expresidente Ricardo Lagos, la mayoría de los chilenos no se veían representados ni en la Constitución de Pinochet, varias veces retocada en democracia, ni en la propuesta de la Convención. Esta última, si bien incorporaba importantes avances, como el Estado de Derecho y la paridad entre hombres y mujeres, dejaba abiertas numerosas aristas relativas al alcance de lo plurinacional, del derecho de los mal llamados pueblos originarios, del poder de las cámaras de diputados y senadores (vaciando de contenido a esta última), de la independencia del Poder Judicial o del alcance de una potencial intervención de las Fuerzas Armadas en circunstancias de crisis.
El triunfo del rechazo no significará, salvo desenlace inesperado, el mantenimiento de la vieja Constitución. Hay un consenso en la mayoría de las fuerzas políticas de que el país necesita una nueva carta magna, una Constitución en la que se sientan reconocidos todos los chilenos, o al menos su gran mayoría, y que no deba ser reformada pasado mañana al socaire de las alternancias políticas.
Este consenso tiene la virtud de estar siendo impulsado por el gobierno de Gabriel Boric, a tal punto que el propio presidente, como manifestó en su discurso del domingo reconociendo la derrota, llamó a mantener vivo el proceso de reforma constitucional, aunque con nuevas reglas. Estas dependerán de las negociaciones entre gobierno y oposición, y de la correlación de fuerzas dentro de cada bloque. Y en este proceso, sin lugar a duda, el Parlamento tendrá un papel estelar.
La mala noticia para Boric, que ha perdido abundante capital político por su apoyo al apruebo y que deberá reformar su gabinete, es que los partidos de derecha controlan el Congreso y tienen una importante capacidad de negociación. Sin embargo, es de esperar que tanto el gobierno como la oposición hayan concluido que Chile no es un país que quiera despeñarse ni que apueste por dilapidar un pasado tan fecundo y positivo, pese a contratiempos y sinsabores.
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