Tal vez la mayor dificultad que se debe superar luego de un desenlace fáctico, ocasionado por un eventual enfrentamiento entre venezolanos, es que el grado de confrontación no sea de una magnitud que nos lleve a un país irreconciliable. Partimos entonces de la básica premisa de que la mejor guerra es la que pueda evitarse.
Sin embargo, nos preguntamos qué tan posible es disponer de una opción distinta. Nunca antes, luego de superada la guerra federal, hubo en Venezuela el inminente peligro que hoy se nos muestra con tanta crudeza e intensidad. Ningún otro proceso nos ha llevado a los altos niveles de fragmentación, exclusión, violencia y arbitrariedad que hoy padece nuestra patria.
¿Qué nos trajo hasta aquí? La interrogante es necesaria cuando revisamos los acontecimientos que provocaron deslindes que configuraron diferentes etapas en la historia de Venezuela en el siglo XX. La rebelión generacional del 28, que nos llevó a superar el gomecismo y lideró cambios políticos y sociales sustanciales en el trienio revolucionario, fue un proceso incruento. El ascenso al poder del dictador Pérez Jiménez fue un proceso selectivamente cruento con adecos y comunistas. A partir del 58, con una incipiente democracia, hubo procesos que resultaron puntualmente cruentos en tanto en cuanto atentaron contra el sistema democrático. Los golpes del Barcelonazo, el Carupanazo y el Porteñazo, la lucha contra la guerrilla castrocomunista, los golpes del 92, ni siquiera el planificado Caracazo, todos con sus lamentables bajas, nos llevaron al extremo al que nos ha llevado este régimen.
Algo distinto a esos procesos ha generado que con esta dictadura buena parte del país y otros países vean como una opción una intervención humanitaria y este es el quid del asunto.
A ninguno de esos gobiernos se le ocurrió la entrega de nuestra soberanía a otros países y grupos irregulares. Ni la sistemática destrucción de las instituciones políticas y sociales. A la destrucción sostenida de nuestra economía. Como tampoco la entrega a los carteles de la droga, ni a los grupos terroristas o a la corrupción de la cúpula militar manejada por agentes extranjeros. Todo, absolutamente todo en un cóctel Molotov contra el país.
Es en este desastre, de presos políticos, asesinatos de nuestros jóvenes, de fraude electoral para la presidencia y la ANC, de la designación fraudulenta del fiscal, el defensor, rectores del CNE y magistrados al TSJ, del asalto a la AN y la persecución de los diputados, más la constitución de otra AN chimba y una “oposición colaboracionista”, en el que la corporación criminal marca la pauta bélica.
Y siguen arremetiendo con fuerza, cuando sin ambages muestran como cotidiano al país ocupado militarmente tanto por cubanos como rusos y proyectan constituir a la Milicia como componente de la Fuerza Armada, todo como estrategia para que siga por las armas la hegemonía del mal y la mediocridad, a la que debemos entregarnos con diálogos o elecciones fraudulentas y sumirnos en las profundidades de la impotencia.
Lo dilemático ya no tiene cabida. Hace ya mucho que el régimen está en guerra. Al paso le han salido sanciones internacionales que -de este lado- se han manejado como cerco disuasivo en lo político y económico. Constituyen métodos que, de no ser eficaces para que esta mafia bélica abandone el poder, obligarían a una reacción que los confronte en otros términos.
Esperemos que de darse esa hipotética confrontación, los obligados e ingenuos milicianos -con vetustas armas y sin comida- no sean la acostumbrada “carne de cañón” del castrocomunismo, porque con ellos siempre la cabuya revienta por lo más delgado. Recordémosle a Don Quijote: el “peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas”.