Hace unos días, un destacado comunicador social, ubicado en el mundo no chavista, dijo que fue un error de la actual conducción de las fuerzas democráticas haber planteado como primer punto de su programa de lucha “el cese de la usurpación”.
Con base en esa afirmación, planteo la interrogante de si el cese a la usurpación fue un acto de radicalismo estéril o si era justo y lógico que la oposición democrática enarbolara de forma destacada tal objetivo. Y eso nos lleva al tema de cuál debe ser el posicionamiento correcto de las fuerzas democráticas ante un proyecto político y un régimen con los objetivos y praxis política del chavismo.
El chavista es un proyecto político con un ADN más que autoritario francamente dictatorial, aunque en los inicios de su gestión de gobierno pudiera catalogarse de autoritaria y autocrática. Pero con el tiempo ese autoritarismo fue mutando por diversas circunstancias hacia posturas y acciones inequívocamente dictatoriales que culminaron con el golpe de Estado por etapas ejecutado durante 2016 y 2017; un golpe que fue la estación terminal de un proceso de desmontaje del sistema democrático instaurado en enero de 1958. Todo lo cual constituye un enorme retroceso desde el punto de vista civilizatorio del Estado y la sociedad venezolana.
Pero el asunto no termina allí, el chavismo tiene como paradigma político, inspiración y principal aliado al comunismo cubano, lo cual llevado al campo de las políticas públicas ha conducido al país a una colosal crisis económica y social generadora de toda clase de penurias para la calidad de vida de la mayoría abrumadora de la sociedad. Luego de 20 años de poder chavista hay en Venezuela más pobreza y desigualdad que cuando los actuales gobernantes llegaron al poder, a pesar de que se percibió en términos relativos y absolutos la mayor renta petrolera de nuestra historia.
Ante tales circunstancias de retroceso y penalidades, el chavismo no demuestra propósito de enmienda ni en lo político ni en lo económico; más bien pretende que la sociedad acepte su nefasta continuidad al frente de la conducción del Estado, y como ya no goza del respaldo de la mayoría se impone por la vía de la fuerza.
Es lógico y natural la existencia del enorme deseo de cambio que anida en la ciudadanía; que no es solo de un cambio de gobierno (por allí se empieza) sino de sistema. Y ese cambio se desea por vía pacífica y democrática, asunto que el régimen bloquea sistemáticamente.
No hay alternativa válida para los demócratas que exigir y luchar contra la usurpación. Lo otro es aceptar pasivamente la imposición de un régimen sobradamente nefasto o cómo, ingenua o interesadamente, dejan colar algunos cohabitar políticamente con el sistema imperante conservando menguadas cuotas de poder y canonjías pero impedidos de aspirar a la alternabilidad en la conducción del Estado.
Con las dictaduras sí se negocia, no su continuidad sino el cómo y las modalidades de su final. Así se hizo con la dictadura de Pinochet en 1989 o con las resto del Cono Sur a finales del siglo pasado. Incluso aquí en 1959, Pérez Jiménez al verse derrotado políticamente acordó ciertas garantías mínimas para el cese de su particular usurpación.
En las presentes circunstancias las fuerzas democráticas deben incrementar su potencia y su capacidad de complicarle la gobernabilidad al régimen para lograr el fin de la dictadura.