Si algo es innegable, imposible de ocultar en este momento de la historia de la humanidad es la presión de masas humanas agolpadas en las fronteras de los países más liberales del mundo, en la Europa democrática y en Estados Unidos. Nadie intenta penetrar en Rusia, Cuba, Bielorrusia, Irán, China y otros con iguales regímenes.
Esta realidad se hace presente cuando acaba de surgir en nuestro país una ley que va directo a la restricción del pensamiento. Irónicamente, la medida tiene el siguiente nombre: Ley contra el Fascismo, Neofascismo y Expresiones Similares, se amalgaman doctrinas, sistemas y modos de vida totalmente opuestos en una mezcla confusa, todos acusados de intenciones delictivas. En su texto se mencionan áreas de pensamiento considerados como territorios oscuros, con grave penalización para los que intenten incurrir en ellos. Al respecto, Jesús María Casal escribe: “El proyecto, al formular el concepto de fascismo, y después de intentar definir esta ‘postura ideológica’, establece que son rasgos comunes a esta postura el racismo, el chovinismo, el clasismo, el conservadurismo moral, el neoliberalismo, la misoginia y todo tipo de fobia contra el ser humano y su derecho a la no discriminación y a la diversidad” (art. 4.1), de tal manera que agrupa con vaguedad varias doctrinas o posiciones, muchas repudiables, pero que por separado no necesariamente se corresponden con aquel concepto. Además, es incorrecto identificar el fascismo con el neoliberalismo, pues más bien el fascismo se ha caracterizado por ser iliberal, por enfrentarse tanto al pensamiento liberal como al comunista. En efecto, dos negaciones típicas del fascismo son el antiliberalismo y el anticomunismo (Payne, Stanley)”.
Ante tal situación que pone en peligro la libertad de pensar al convertir en delito el creer en aquellas ideas que consideramos cercana a nuestro espíritu y corazón, es imprescindible reconocer los peligros que supone, entre ellos como argumenta Casal ”con suma ligereza la propuesta legislativa prevé la cancelación del registro o la disolución de organizaciones con fines políticos que en sus estatutos o documentos programáticos o en sus actividades invoquen, promuevan o hagan apología del fascismo, neofascismo o expresiones similares, tan confusamente definidos como antes se ilustró. Se otorgan facultades al Consejo Nacional Electoral para cancelar el registro de tales organizaciones y a la Sala Constitucional para decidir sobre su disolución, así como sobre la inhabilitación política de las personas que incurran en esas conductas”. Igualmente anuncian penas de encarcelamiento a los acusados de portar tales creencias.
Ante tal circunstancia es importante reflexionar sobre ciertas ideas que han circulado en nuestro mundo político y cultural, una de ellas y quizás muy poderosa ha sido la difusión y aceptación de la existencia de un cortocircuito entre la doctrina liberal y el corazón. Razones brotan de las piedras, según ellos, acusan a los liberales de repudiar al ser humano, de asumir que el pobre no vale nada, el trabajador es un condenado a ser explotado, la tasa de ganancia es su única religión, los macroeconomistas liberales sólo ven números.
Estos argumentos cobran valor cuando vimos en un pasado reciente como Chile, considerado un paladín del crecimiento económico, se estremecía con inesperados disturbios. Algunos reclamaban la necesidad para el gobierno de turno de hacerse cargo de toda la deuda social dejada por el “socialismo” de Bachelet. En todo caso, no parecía ser problema de números. El intelectual chileno Fernando Mires habla de anomia política: “La que vive Chile es una situación de anomia (desintegración) política. A un lado una derecha indolente que solo sabe de números y privilegios. Al otro, una izquierda errática sin programas, sin visiones, sin ideologías y sobre todo, sin ideas”.
Lo que es cierto es que los antiliberales, como deben ser la mayoría de los manifestantes violentos en Chile, portan en su ADN la idea de que el trabajador es el único que produce valor, por tanto, es necesario cumplir con algunos preceptos, el mercado debe sustituirse por la planificación centralizada, a cada uno según sus necesidades. La propiedad privada debe desplazarse por la propiedad colectiva. La igualdad de resultados se erige como un valor material.
Lo que resalta en este episodio histórico chileno era la negación de ciertas realidades, tal como expresaba el reporte del instituto Good Country Index, que informó que a nivel general Chile ocupaba el lugar 33 de 169 países. El segundo lugar a nivel mundial en cuanto a orden mundial, que responde a donaciones, refugiados, tasa de natalidad y acuerdos de la ONU firmados. La segunda categoría donde Chile aparece mejor posicionado es en paz y seguridad internacional (19 a nivel mundial), que se refiere a tropas de paz, bajo número de víctimas de violencia organizada, baja cantidad de exportación de armas, y buen puntaje en índice de ciberseguridad. La tercera categoría donde Chile obtiene mejor posición es en sus aportes a la prosperidad y equidad mundial (21 en el ranking global), que alude a comercio internacional, voluntarios internacionales, aporte en inversión extranjera directa hacia el exterior, contribución a la cooperación para el desarrollo y bajo índice de financiamiento al terrorismo y riesgo de lavado de dinero”.
Logros chilenos producto de ideas que privilegiaron la propiedad privada, el mercado libre, la igualdad de oportunidades, la rentabilidad, fruto de la productividad y la responsabilidad individual. Resultados que no bastaron para paliar el gran desbalance en el corazón de las personas y de los pueblos. La inclinación más corriente privilegió preceptos antiliberales, en una muestra de amnesia con tergiversación. No importaba que la historia hubiese expuesto de forma implacable que la gente vivía mejor, expresión de una mayor armonía en las sociedades que asumen la doctrina liberal, como fue el caso de Chile en ese momento. La prueba de ácido hubiese sido encontrar un solo pueblo en el mundo donde los conceptos contrarios al liberalismo hayan logrado la felicidad de las personas.
Esta oposición de ideas y doctrinas se lanza al ruedo con dos contendores, uno ungido por una aureola de superioridad moral que otorga el defender la anulación de la propiedad privada considerándola como origen de las separaciones entre las personas: propietarios y desposeídos. Realmente, y aunque parezca tonto repetirlo, el origen de la propiedad no es la desposesión de algunos y la apropiación de otros, es por el contrario la creación de riqueza. La propiedad es un resultado, la muestra del trabajo humano, del emprendimiento de los individuos, de proyectos, el sueño de crear nuevos y más bienes, objetos materiales, culturales como producto del ingenio humano y sobre todo del esfuerzo. Al hombre que funda una empresa para producir alimentos, nuevos productos para la vida, tecnologías, Internet, medicinas para el cáncer, construir ciudades, lo anima la búsqueda de soluciones basadas en la inteligencia, la curiosidad, la creatividad, invierten su esfuerzo y arriesgan su capital en estas exploraciones con el objetivo de ganar y servir.
El paradigma del trabajador víctima del empresario envenena muchas almas. Un imaginario montado sobre la idea de que entre el empresario y trabajador las relaciones solo pueden ser de explotación. Se divulga que el fundador de un negocio apuesta a ganar robando el valor generado por el trabajador (la plusvalía). Se tergiversa el esfuerzo del empresario como acto innoble, robar a otros. Se niega que el empresario persista en el esfuerzo porque tiene un sueño, una convicción, una aspiración legítima de rentabilidad, generar ganancias, que retornen los costos, crear nuevos salarios y beneficios dentro de la empresa y en la sociedad abierta. Creer que la ganancia del empresario es un mero producto de la explotación del trabajo es propiciar la esclavitud con otros ropajes. Crear trabajo asalariado es sentar las bases de la libertad para aquellos que comparten la relación salarial.
Atrevámonos a preguntar por los sentimientos morales que privan en aquel que cree en el trabajo del emprendedor y del asalariado como auténtica fuente de generación de valor en contraste con los fieles al dogma de la relación entre un empresario y el trabajador como una suerte de esclavismo prolongado en la historia.
Y, por último, el gobierno chileno que triunfó en lo económico tenía la oportunidad de vencer la hegemonía cultural de la izquierda socialista que propendía a eliminar todas las libertades y beneficios económicos. Hemos visto algunos expresidentes latinoamericanos de tendencia liberal la aceptación de la razón del contrario y esta es la raíz de la no violencia en las relaciones humanas, es la base de la tolerancia antidogmática liberal. Nunca un Fidel o un Stalin han reconocido los argumentos de quienes se le oponen.
Sin embargo, Chile enseñó que no se trataba sólo de crecimiento económico, las explicaciones tienen que estar en una zona más profunda, en la creencia en la importancia de la responsabilidad individual como motor del movimiento social económico, la tolerancia y la confianza en los otros como valores acendrados. Cualquier ley que busque equilibrar la sociedad no puede partir de la noción caduca de la lucha de clases, de la expropiación de la capacidad de elegir y decidir sobre proyectos de vida, su norte solo puede ser la noción de justicia como fundamento para alcanzar la libertad y la paz, tal como ocurre en los países democráticos- liberales. Hay que aprender a pensar y legislar más allá de los dogmas y de los números.