La democracia como forma de organización social y política no es una entelequia que sirve a propósitos inconfesables de grupos aislados que integran una comunidad nacional. Desde el punto de vista formal, se atribuye la titularidad del poder político al conjunto de la ciudadanía que se expresa a través del cumplimiento de elecciones libres y verificables, mientras su carácter esencial deriva no solo de la legitimidad de origen de quienes resultaren válidamente investidos, sino además de su adecuado desempeño de la función pública. Se trata, pues, de una forma de organización del Estado que encauza la convivencia social entre ciudadanos libres e iguales ante la ley, así como de funcionarios competentes, honestos y responsables. En el sentido de lo apuntado, la orientación que se dé al voto, tanto como el nivel de aprobación que obtengan quienes ejercen cargos de elección popular, constituyen formas de opinión pública –aquellas que no siempre son tomadas en cuenta por el gobierno en funciones, sobre todo cuando se trata de regímenes autoritarios–; en otras palabras, para quienes participan de la democracia esencial, siempre será prioritario conocer y ante todo valorar el sentir del ciudadano común.
La opinión suele manifestarse a través de procesos preceptuados, bien se trate del ejercicio de la libertad de opinión a través de los medios de prensa, del derecho al sufragio, incluso –ya en el plano individual– de aquel que la ley confiere al ciudadano para exigir determinadas providencias a la autoridad competente. En términos generales, se trata del posicionamiento de la comunidad ante un evento de su interés, algo que entraña la comprensión y obtención del consenso o la sumatoria de criterios individuales que construyen las mayorías nacionales. Toda política administrativa o legislativa –nos dice Nicholas Murray Butler– “necesita opinión que la apoye, al mismo tiempo que una oposición seria, sincera y bien intencionada que impida la exageración y el abuso. Esta aseveración se funda en la constitución misma de la naturaleza humana y está abundantemente confirmada por la historia”.
En este orden de ideas, los partidos políticos desempeñan en la democracia un papel fundamental como entidades de interés público llamadas a promover la participación ciudadana en la vida política y de tal manera coadyuvar a la designación, instalación y robustecimiento de la representación nacional. Como tales personifican visiones del Estado y de su realidad inmanente, sintetizan objetivos de su militancia y canalizan proyectos de interés general –asumen candidaturas y movilizan al electorado en las oportunidades que prescriben la Constitución y las leyes–. Todo ello forma parte de un ejercicio de interpretación de la voluntad y de las aspiraciones de la sociedad democrática.
En Venezuela vivimos una crisis pavorosa en el mundo de la política partidista y ello parece encontrar su origen en el menguado carácter de una dirigencia nacional y local por lo visto ayuna de espíritu público –naturalmente, salvo honrosas excepciones–. Citando nuevamente a Murray Butler, “si alguna aristocracia necesitamos es la de la inteligencia y el servicio público; la voluntad de servir con desprendimiento y responsabilidad”. Esa dignidad no es hoy determinante en nuestra clase política y peor aún, a veces no parece existir en la conciencia popular, por lo cual prevalece el rendimiento inmediato y fugaz que representa el dinero, dejando a un lado el interés nacional bajo una visión de largo plazo. Hemos visto discurrir un proceso electoral en condiciones desfavorables para ciertos grupos que igual personificaban una oposición fragmentaria y desconcertante, con una autoridad electoral que no se ganó la confianza de las mayorías votantes –se elevaron múltiples dudas no resueltas sobre el registro electoral, sobre la acreditación de los miembros de mesa y de los testigos, sobre las máquinas de votación, en fin, sobre la actuación militante de las instancias del poder público en manos del partido de gobierno–. En tales condiciones, a nadie podría sorprender la escuálida participación de los electores. Lo peor del caso, es que no estamos ante un poder público limpiamente adquirido ni puede esperarse realmente que sea ecuánimemente ejercido en la medida que no expresa la voluntad de la mayoría.
Al no haber confianza en el sistema electoral, ¿cómo podría haberla respecto a muchos que resultaron electos en los más recientes comicios regionales? Ello afecta indefectiblemente la confianza en materia económica, sin duda esencial para recuperar la viabilidad del país y el sosiego social: es preciso comenzar por restablecer el orden público –la política económica no puede ser una acción aislada, sino parte de la acción general del gobierno y su eficacia dependerá de la oportuna concurrencia de los restantes factores relevantes para la vida venezolana–.
Si queremos ser naturalmente optimistas, tenemos que abordar un proceso de educación y regeneración moral de la sociedad, algo que requiere de largos períodos de tiempo para alcanzar a plenitud sus fines y propósitos. Si ello no fuere del interés de la actual clase política –ya hemos dicho que muchos piensan en lo inmediato: llegar a un cargo, incluso lograr algún provecho económico para ellos y sus apoyos–, tiene que serlo para las mayorías de ciudadanos de buena voluntad que aún no encuentran la vía para expresarse de manera contundente. Se trata de la revelación del carácter y el cultivo de la inteligencia del titular de derechos políticos. Es la única forma de crear estadistas y formadores de opinión pública entre ciudadanos como aquellos atenienses qué por el hecho de cuidar su propia casa, no descuidaban el Estado y en tal medida ejercían gran influencia moral y política sobre la sociedad en su conjunto.
Urge en lo inmediato reconsiderar la vigencia del liderazgo político que a la fecha no ha dado la talla –salvando contadísimas excepciones–, un esfuerzo que compete a la sociedad venezolana, por encima de los partidos y sus dirigentes. Pero es preciso hacerlo apelando a esa inteligencia, responsabilidad ciudadana, respeto al individuo y vocación de servicio que no solo existe –aunque de manera dispersa– en la sociedad nacional, sino que necesariamente debe manifestarse en sus nuevos líderes políticos. No se trata de simples “primarias” para escoger a cualquiera, antes bien, deben identificarse aquellos virtuosos, inteligentes, honestos e ilustrados que instituyen las repúblicas.
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