OPINIÓN

En beneficio de la memoria histórica IV

por Fernando Ochoa Antich Fernando Ochoa Antich

Ataque al Palacio de Miraflores el 4F | Captura de pantalla

Al llegar al Ministerio de Defensa observé que todo lucía normal. Fui informado de las novedades por el coronel Jacinto Colmenares Morales, jefe de servicio, y el coronel Roberto Moreán Umanés, comandante del Cuartel General del Ministerio de Defensa. Les ordené revisar el Plan de Defensa Inmediata y subí a mi despacho. Apenas entré recibí una llamada del presidente Pérez. Cinco minutos antes había llegado al Palacio de Miraflores. Me dijo con angustia: “Están atacando La Casona”. Entendí el tono de su voz. Había dejado a su familia en la residencia presidencial. Allí se encontraba su esposa, doña Blanca, sus hijos y sus nietos. Lo único que me vino a la mente para tranquilizarlo fue decirle: “Presidente, no se preocupe, voy a enviar refuerzos”. Sin embargo, en ese momento, no tenía ningún control de la situación. Seguía sin comunicarme con el general Rangel, lo que limitaba mi capacidad de movilizar unidades terrestres. Ante esa imposibilidad llamé directamente al comando de la Tercera División de Infantería para hablar con el general Jorge Tagliaferro de Lima, comandante de esa unidad. El guardia de comando me informó que había salido hacia el batallón «Ayala». Intuí que algo anormal sucedía en dicho batallón. En ese momento, entró a mi despacho el almirante Elías Daniels, inspector general de las Fuerzas Armadas. Conversamos sobre lo que ocurría y le ordené coordinar las acciones de los distintos comandantes de guarnición del interior de la República.

El coronel Moreán y el mayor Ramírez entraron, en ese momento, a mi oficina. Sus rostros demostraban la gravedad de la novedad que venían a transmitirme.  “Mi general, una unidad de Ingenieros tiene rodeado el Ministerio de Defensa y está atacando el Comando del Ejército”. Le ordené al coronel Moreán que, acompañado del teniente coronel Diego Moreno, comandante del batallón “Caracas”, tomara el mando directo de las tropas con el objetivo de evitar cualquier acción de algún oficial o suboficial que pudiera estar comprometido en el alzamiento. En ese momento repicó el teléfono interministerial. Era, de nuevo, el presidente Pérez. Con sorprendente serenidad me dijo: “Ochoa, están atacando Miraflores. Escuche”. Disparos de todo tipo de armas se oían al otro lado de la línea. Para mi sorpresa escuché un tiro de cañón. Deduje que el palacio presidencial estaba rodeado de unidades blindadas. Con poca confianza le repetí: “Presidente, le enviaré refuerzos”. Colgó el teléfono. De inmediato  llamé al general Luis Oviedo Salazar, comandante de la 32 brigada de infantería. Escuché su voz por el intercomunicador. Me sentí un poco más tranquilo. De inmediato me informó la situación. Como temía, algunos efectivos del batallón “Ayala” se habían sublevado, aunque una parte permanecía leal. Igual ocurría con el grupo de artillería “Ribas”. Antes de terminar su información lo interrumpí. ¿El batallón “Bolívar” permanece leal?  “Sí, mi general” Su respuesta me generó mayor confianza. Esa era la unidad de mayor poder de fuego dentro del Fuerte Tiuna.

Le ordené organizar un grupo de tarea con el batallón “Bolívar” y los vehículos blindados que permanecían en el batallón “Ayala” para atacar la unidad insurrecta que rodeaba Miraflores. Me manifestó haber comprendido mis instrucciones y su disposición a actuar de inmediato. En ese momento repicó otro teléfono. Era el centralista del Ministerio de Defensa. Me comunicó una llamada de una alcabala de la Guardia Nacional de la Autopista Regional del Centro. Un sargento de la Guardia Nacional me informó que acababa de pasar rumbo hacia Caracas una columna de tanques. Agradecí  la información, con la cual me surgieron nuevas dudas: ¿Se mantendrá leal la Brigada Blindada? Llamé telefónicamente a su comandante, general Juan Ferrer Barazarte. Me atendió el capitán Darío Arteaga Paz.  Me informó sobre la  detención del general Ferrer. Traté de convencerlo para que depusiera su actitud, pero su respuesta: “Patria o muerte»,  me corroboró la gravedad de los hechos. El almirante Daniels me informó que la situación en Maracaibo se había complicado. Los grupos de artillería Monagas y Freites se habían insurreccionado. No se tenía certeza de la lealtad de las demás unidades de la Primera División de Infantería. No se había podido localizar a los generales Néstor Lara Estraño, comandante de la Primera División de Infantería  y Richard Salazar Rodríguez, comandante de la 21 Brigada de Infantería. Le pedí que tratara de llamar a las demás guarniciones para poder determinar con mayor precisión lo que ocurría en todo el país.

Minutos más tarde regresó con la evaluación de la situación militar, la cual, durante las primeras horas de la madrugada del 4 de febrero era la siguiente: el presidente de la República se encontraba sitiado en el Palacio de Miraflores recibiendo fuego de una unidad blindada; la residencia presidencial La Casona se encontraba rodeada por una compañía de paracaidistas; el Ministerio de Defensa se encontraba rodeado por una compañía del Regimiento Codazzi, que al mismo tiempo había controlado varios pisos de la Comandancia del Ejército; un batallón de paracaidistas había tomado la Comandancia de la Aviación y detenido al general Eutimio Fuguet Borregales, comandante de esa fuerza y a su Estado Mayor; la Brigada Blindada se había insurreccionado; el Comando Regional N° 2 de la Guardia Nacional en Valencia  se encontraba cercado  por una unidad de tanques; la Comandancia de la Armada estaba bajo asedio por una unidad de paracaidistas; el general Juan Antonio Paredes Niño, comandante de la base aérea “Libertador”, había sido detenido por oficiales del Ejército y Maracay estaba incomunicado. Las demás guarniciones se encontraban sin novedad. Preocupado por el rápido avance de la columna de tanques proveniente de Valencia, llamé telefónicamente al general Alfredo Salazar Montenegro, jefe del Comando Logístico del Ejército y le ordené obstaculizar el tráfico hacia Caracas en la Autopista Regional del Centro, para impedir la llegada de dicha columna.

En ese momento recibí otra llamada telefónica del puesto de la Guardia Nacional de La Encrucijada. Una unidad misilística se dirigía hacia Caracas. Reflexioné unos minutos. Concluí que si no se demostraba una reacción convincente, en contra de la sublevación, esta podía extenderse. Tomé la decisión de llamar al presidente Pérez:

—Presidente, es necesario que usted se dirija a los venezolanos.

—Ochoa, estoy totalmente rodeado en el Palacio de Miraflores. Sería imposible salir. Me detendrían de inmediato o me dispararían.

—Es verdad, presidente, pero la situación es de tal gravedad que tiene que hacerlo. Si usted no se dirige al país, el gobierno está derrocado.

—¿Es tan delicada la situación?

—Sí, presidente, la situación es de inmensa gravedad.

—¿Y por dónde salgo Ochoa?

—Por los túneles, presidente. Debe haber alguna puerta sin control.

—Lo haré, Ochoa. Es mi responsabilidad.

Un pesado silencio interrumpió  la conversación. El presidente Pérez cerró el teléfono. Me sentí profundamente angustiado. Entendí el riesgo al que estaba sometiendo al presidente de la República. En verdad, no veía otro camino. Si no se daba una demostración suficientemente clara de que el gobierno controlaba la situación, se podía extender la sublevación. Recordé la virulenta campaña de los medios de comunicación realizada después de los hechos del 27 de febrero de 1989 en contra del presidente Pérez y del gobierno nacional. ¿Qué había ocurrido en las Fuerzas Armadas? Una larga conspiración y una hábil penetración de sectores de la izquierda radical venezolana habían debilitado sus históricos valores institucionales.

Continuará…