En 2024 habrá elecciones en muchos países, de Estados Unidos a Uruguay, de la India a Indonesia. Analistas, políticos y politólogos tienden a describirlas en todos los casos como «históricas» y «trascendentales», pero es posible que la elección presidencial del 2 de junio en México sea una de las pocas que justifica esos superlativos, aunque más no sea porque el país tiene una experiencia limitada con la celebración de elecciones realmente democráticas.
No es exagerado decir que México tuvo su primera elección presidencial libre y justa en 2000. Es decir que en los dos siglos desde que declaró su independencia, el país ha elegido a sus líderes en forma democrática sólo cuatro veces. Si todo va bien, la elección de este año será la quinta.
Pero no es seguro que todo vaya bien; eso plantea un reto al establishment político y empresarial mexicano, al ejército del país y a los Estados Unidos (que siempre es un actor clave en México). Para empezar, el campo de juego está tan inclinado en favor de Claudia Sheinbaum, la candidata presidencial del partido gobernante, que recuerda los tiempos de apogeo del régimen unipartidista bajo el Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Además, el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), asumió el cargo en 2018 con una base social inusualmente amplia y lo dejará con su popularidad intacta; será, pues, el expresidente más poderoso del país desde 1940. Por último, si bien la oposición presenta una candidata competitiva, Xóchitl Gálvez, es representante de una alianza impura entre el PRI, el centroderechista Partido Acción Nacional (PAN), un minúsculo partido de izquierda escindido y una variedad de organizaciones de la sociedad civil, algunas más representativas que otras.
Sheinbaum, protegida de AMLO y exalcaldesa de la Ciudad de México, cuenta con el respaldo de una gran mayoría de los gobernadores mexicanos, todos los ministros, los medios y el aparato estatal (lo que incluye acceso al presupuesto federal). La presidenta del debilitado Instituto Electoral Nacional es estrecha aliada del partido de AMLO, mientras que al presidente del Tribunal Electoral Federal (máxima autoridad electoral del país) lo obligaron a renunciar en diciembre y lo reemplazaron con una colega afín al gobierno.
Cada semana, las agencias encuestadoras (muchas de ellas de creación reciente o muy vinculadas al partido gobernante) publican resultados que muestran a Sheinbaum con una importante diferencia a favor, de sesenta puntos en algunos casos; el objetivo es convencer a los mexicanos de que la elección ya está decidida. ¿Para qué molestarse en ir a votar, donar dinero o hacer campaña puerta a puerta?
Este campo de juego desparejo plantea la pregunta de si AMLO dejará el cargo en caso de que Gálvez consiga arañar una victoria. Las ansias de poder del presidente, desde que se presentó por primera vez para la gobernación de su estado natal de Tabasco en 1988, hacen pensar que la respuesta tal vez sea no, y es probable que las autoridades electorales estén demasiado debilitadas para oponerle resistencia. Además, varios analistas han sembrado dudas sobre la lealtad de los militares mexicanos a la Constitución. Las fuerzas armadas, normalmente alejadas de la política, han acrecentado su poder desde que AMLO asumió la presidencia, y ahora construyen y administran enormes proyectos de infraestructura, operan una nueva aerolínea comercial y dirigen el sistema aduanero mexicano.
Incluso si gana Sheinbaum (que hoy es el resultado más probable), es posible que AMLO intente aferrarse al poder. A lo largo de la historia, los presidentes mexicanos salientes que intentaron prolongar su dominio (Miguel Alemán en 1952, Luis Echeverría en 1976 y Carlos Salinas en 1994) fracasaron estrepitosamente; esto se debió en gran medida a que su base de simpatizantes se había debilitado y a que ya eran muy impopulares al finalizar su mandato.
Ya hay señales de que AMLO está preparando el terreno. Designó a una integrante de la Corte Suprema a la que normalmente hubiera debido nombrar su sucesor; eligió a los líderes del Senado y de la cámara baja para el supuesto de que su partido alcance la mayoría; y delineó las reformas constitucionales que deberán aprobarse durante el período de transición. Sheinbaum estaría totalmente en deuda con AMLO por su victoria, y no parece provista de carisma y estatura para romper con él.
Por último, la oposición enfrenta enormes desafíos. Gálvez es una política de campaña formidable; pero también una microgerente sin pertenencia a ninguno de los partidos que la nombraron, de modo que su poder real es limitado. Y compite no sólo contra Sheinbaum, sino contra el aparato estatal mexicano.
Al principio de la campaña de Gálvez, yo dije que «el mensajero es el mensaje». Mi afirmación ha resultado cierta, en la medida en que su historia personal de ascenso desde humildes orígenes indígenas hasta convertirse en una exitosa empresaria, ministra y senadora tocó una fibra en la opinión pública. Pero eso no es suficiente para ganar la elección, y Gálvez ha tenido comprensibles dificultades para encontrar un mensaje más sustancial que halle resonancia en el electorado y aplaque a los partidos que la respaldan.
La mejor opción para Gálvez sería centrarse en la seguridad, la aplicación de la ley y la reducción de los altos niveles de violencia que han sido la plaga del país durante el gobierno de AMLO y los de sus dos predecesores. En promedio, hay casi cien homicidios por día, y más de cien mil personas están desaparecidas. Las encuestas muestran que este es el tema más importante para los mexicanos, y que AMLO nunca ha conseguido mejorar sus índices de aprobación en la cuestión.
Pese a los graves riesgos que hay por delante (entre ellos la posibilidad de retroceso democrático, que AMLO se aferre al poder, el avance de la militarización, una economía informal muy poco productiva y el ciclo incesante de violencia), la elección de este año puede cambiar el rumbo de México. Podría ser que gane la oposición, que AMLO acepte la derrota, que el rediseño de las cadenas de suministro dé a la economía el empujón que tanto necesita, que los carteles vuelvan a su negocio principal (las drogas) y haya una disminución drástica de la violencia. Por supuesto que es una posibilidad remota, pero soñar no cuesta nada.
Jorge G. Castañeda, ex ministro de asuntos exteriores de México, es profesor en la Universidad de Nueva York y autor de America Through Foreign Eyes (Oxford University Press, 2020).
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