En 2024, la mitad de la población mundial, en más de 75 países, está convocada a las urnas. En junio habrá elecciones para el Parlamento Europeo y en noviembre presidenciales en Estados Unidos, con la sombra de Donald Trump proyectándose sobre todo el planeta. También se votará en países con escasos valores democráticos, como Rusia, Irán, Argelia y Túnez, sin olvidar a Venezuela. Junto a este último caso, en América Latina se elegirán presidentes en otros cinco países (El Salvador, República Dominicana, Panamá, México y Uruguay).
Este potente raid electoral ocurre en un contexto internacional donde casi todos intentan ser democráticos, incluso sin serlo. A la vez aumentan, de forma sostenida, los regímenes iliberales, y simultáneamente se multiplican los ataques a la democracia impulsados desde dentro del sistema.
El auge del iliberalismo, que no es patrimonio exclusivo de los sistemas políticos latinoamericanos, se ha convertido en una potente seña de identidad de la política global. De su mano van los populismos, la polarización y la crispación, la utilización sin límites ni control de las redes sociales, la difusión de fake news y de todo tipo de bulos y rumores. Todo esto se proyecta desde Estados Unidos a Filipinas, pasando por Hungría, Polonia y otros países europeos, y llegando incluso a América Latina.
Este es el último año del súper ciclo electoral latinoamericano (2021 – 2024), que habrá permitido cambiar el gobierno a todos los países de la región, con la excepción de Bolivia, que lo hará en 2025. Estos comicios han estado marcados por un sentimiento anti oficialista y un fuerte descontento social, proyectado contra la política y los políticos.
De este modo, en 14 de las últimas 16 elecciones presidenciales la oposición, o alguno de sus representantes, ha ganado la presidencia. Las dos excepciones han sido Nicaragua, dados los métodos dictatoriales y represivos consustanciales al matrimonio Ortega – Murillo, y Paraguay, gracias a la potente maquinaria territorial y clientelar del gobernante Partido Colorado.
A la vista de algunas evidencias y, de ciertas encuestas en circulación, es posible afirmar que el efecto prolongado del voto de castigo al oficialismo, una variedad del voto bronca, será menos intenso que en el pasado. Esto será así no porque haya cambiado el sentir electoral general, o se haya disipado la frustración generalizada, sino porque este año convergen casos nacionales muy específicos que lo harán posible.
Para empezar, y pese a estar prohibida de forma expresa la reelección por la Constitución de El Salvador, el presidente Nayib Boukele tiene todas las papeletas para seguir ocupando el cargo, dado el respaldo popular logrado por su exitosa política de orden público. Es muy posible que Luis Abinader sea reelecto en República Dominicana y que Claudia Scheinbaum, candidata del oficialista Partido Morena, permita a los discípulos de López Obrador seguir en el poder. Y, salvo que el régimen chavista convoque unas elecciones igualitarias y sin exclusiones, algo poco probable, Nicolás Maduro podrá seguir gobernando un mandato más.
Esto no implica que haya desaparecido el castigo a los oficialismos, ni que haya menguado el descontento, sino que en esta ocasión se ha topado con países que vulneran claramente la legalidad (El Salvador), reprimen brutalmente a la oposición (Venezuela) o sus gobiernos invierten abundantes recursos del Estado a disposición del candidato oficialista (México). Por el contrario, también se da el caso de un político que puede ser reelegido gracias al reconocimiento popular de su gestión (República Dominicana).
En la mayoría de las elecciones, los resultados no cambiarán dramáticamente las condiciones políticas, económicas y sociales de los países afectados. Uruguay es el caso más claro, con una democracia y un sistema político sumamente estables. Algo similar ocurrirá en República Dominicana y también en México, más allá del peculiar estilo polémico y provocador de López Obrador. Por el contrario, tanto en El Salvador como en Venezuela, gobernados por populistas de derecha e izquierda, una victoria opositora podría suponer cambios importantes.
Con independencia de los resultados esperados y de que estos finalmente terminen haciéndose realidad, los equilibrios regionales y la correlación de fuerzas dentro de cada uno de los dos grandes bloques existentes en el subcontinente se verán afectados. Estas elecciones, con las excepciones conocidas, volverán a demostrar la salud democrática de buena parte de la región, una región que, como recuerda el Informe del Real Instituto Elcano “¿Por qué importa América Latina?”, es la única del mundo emergente que aspira a llegar al desarrollo desde la democracia y no desde el autoritarismo.
Artículo publicado por el Periódico de España