“Si un día, para mi mal, viene a buscarme la Parca, empujad al mar mi barca con un levante otoñal y dejad que el temporal desguace sus alas blancas”. (“Mediterráneo”. Joan Manuel Serrat).
No sé si esto que me ocurre a mí les pasa también a ustedes, pero yo tengo la impresión, más bien diría la certeza, de que el ritmo del tiempo, su cadencia, es variable. Esto ya lo explicaba en su Teoría de la Relatividad Albert Einstein, como diría Ernesto Alterio, “uno que pensaba”.
No pretendo entrar en aspectos filosóficos. Esto que afirmo lo afirmo empíricamente, como un hecho físico innegable. Es más, según mi teoría que pretende corregir a la de Einstein, faltaría más, no hacen falta condiciones precisas, ni mucho menos extremas, para que el tiempo sea variable. Ocurre, sin lugar a dudas, todos los días de nuestra vida.
A mí, particularmente, me pasa mucho por las mañanas, que es cuando el tiempo más se relativiza sin lugar a dudas. En esos momentos deliciosos en los que apagas el despertador, que tú mismo has programado, y te vuelves a la cama. No me digan que no lo hacen. Empezar el día con semejante gesto de rebeldía ya es un punto a favor. Que me dices que me tengo que levantar, pues yo me quedo otro rato, porque yo lo valgo.
Pues en ese impasse, yo miro el despertador y veo, por ejemplo, que son las 7:30 am. Cierro los ojos, con intención de echarme la leve siesta del amanecer, y me duermo. De repente, sobresaltado, me despierto pensando que ya no llegan los niños al cole, que no me da tiempo a ir al gimnasio y que mi mujer me mata por haberle apagado otra vez el despertador; todos estos pensamientos pasan por mi cabeza en décimas de segundo, presagiando la catástrofe. Hasta que miro el despertador y me doy cuenta, asombrado, de que aún son las 7:30.
Esto me sucede así, a menudo, tal como lo cuento. El tiempo no ha pasado. Sin embargo, yo tengo la conciencia de haberme dormido, incluso de haber soñado. Incomprensible, pero real.
Hay veces que el tiempo se vuelve denso, como el mercurio, por ejemplo en los discursos de Pedro Sánchez, y sin embargo otras veces parece humo arrastrado por el viento y aquello que tanto has deseado que llegue, llámenlo x, llámenlo boda en Toledo, vuela arrastrado por la brisa sin darte casi cuenta de lo que está sucediendo.
No hace mucho, hablando con mi padre que es un hombre sabio, me dijo “hijo mío, la vida es muy larga, pero se pasa muy rápido”. Le entiendo perfectamente. Imagino que cuando echa la vista atrás, a sus 87 años y hace recuento de todo aquello que le ha tocado vivir, bueno y malo, pensará que realmente su vida ha sido larga. Es, sin embargo, en el momento presente, cuando ya todo es pasado, cuando le parece que el tiempo ha ido demasiado rápido. Supongo que se preguntará cómo es posible que ya haya llegado hasta aquí, a sus 87 años, en un abrir y cerrar de ojos.
Esto, sin duda, me hizo pensar. Y he llegado a la conclusión de que el bagaje de un ser humano, independientemente de su condición sexual, por si hay algún podemita leyendo esto, debería componerse de tres vidas. No una vida más larga, no el triple de larga, sino de tres vidas perfectamente diferenciadas.
En la primera, lo normal es comportarse como nos comportamos en nuestra vida en general, siendo casi todo el tiempo unos novatos, unos aficionados, que no sabemos, en muchos casos, como gobernarnos y, por lo tanto, cometiendo múltiples errores y algún acierto.
Por lo tanto, y dado que nacemos sin el libro de instrucciones, lo ideal sería, terminado este periodo, disponer de una segunda vida, en la que aplicar los conocimientos que nos han aportado nuestros aciertos anteriores, pero sobre todo nuestros errores. Podríamos cuidarnos más, desde el principio, no siendo agresivos con nuestro cuerpo, con una alimentación adecuada, practicando ejercicio y, por supuesto, ejercitando nuestro intelecto. Ya sé que hay quien lo consigue con una solo vida, pero son seres de luz, personas excepcionales.
Una vez terminado este segundo periodo de total reciclaje y reparación, pasaríamos a una tercera vida en la que ya, al nacer cerca de la perfección, nos dedicaríamos por completo a la salud física y mental, a cultivar el intelecto y a perfeccionar, hasta lo sublime, las relaciones sociales, desechando todo aquello que es tóxico en nuestra vida y cultivando la positivo, para morir en paz con los demás y con nosotros mismo, felices de la vida, y de la muerte.
De esta manera, nos iríamos con los deberes hechos, y no cultivaríamos las falsas esperanzas que, en todas sus variedades, ofrecen las religiones.
Sin ánimo de ofender a nadie y partiendo de la base de mi educación moderadamente católica, el origen de las religiones es, sin duda, la incultura de los pueblos, seguida muy de cerca por el miedo atroz a la muerte. Nunca hemos querido asimilar que hay un principio y hay un final, también para nosotros. Que venimos del polvo, en la mayoría de los casos, y al polvo volvemos. En este sentido, en la misma conversación, mi padre, un hombre con base católica y una fe moderada, debido a su inteligencia, me dijo algo así como “esto se acaba, hijo. Y no soy tan imbécil de pensar que después hay algo. Es el final”.
Dura afirmación para un hijo, pero sin duda, completamente pragmática. Gracias, papá.
Hombre, la verdad es que para mí la eternidad nunca ha sido una opción. Imagínense una eternidad entre angelitos tocando el arpa, de nube en nube con nuestras alitas. Casi me dan ganas de elegir el infierno.
De cualquier modo, de toda la gama de opciones que ofrecen las distintas religiones, a mi la que más me ha gustado siempre es la reencarnación. Vuelves a la tierra, con un cuerpo nuevo y partes de cero. En cierto modo, tiene que ver con mi teoría de las tres vidas, con la diferencia de que, salvo en casos contados, no te reencarnas con los conocimientos adquiridos en otras vidas, lo cual ayudaría mucho, pero también provocaría, con toda probabilidad, un trastorno de personalidad múltiple. Quizá lo que les pasa a quienes sufren esta supuesta dolencia psíquica es que ellos sí recuerdan todas sus vidas anteriores.
A este supuesto, me apunto yo, pero eso sí, reencarnándome en persona. Aunque, bien mirado, ciertos animales nos sacan mucha ventaja. La cucaracha, por ejemplo, puede vivir sin cabeza y por tanto sin cerebro, como los millennials, hasta que, a falta de boca, se muere de hambre. Esto también nos ocurre a los humanos, que si no tenemos cabeza, también nos podemos morir de hambre, de asco o de aburrimiento.
Otro animal en el que no me importaría reencarnarme es, sin lugar a dudas, el gato. El gato, animal que siempre se ha considerado el más casero, tiene una cualidad que le sitúa por encima del ser humano en la pirámide evolutiva: el gato se puede lamer los genitales. Esa es la explicación. Si yo pudiera hace eso, tampoco saldría de casa.
Bromas aparte, yo estoy con mi padre. La única certeza que tenemos, los que aún estamos aquí, es precisamente esa, que estamos aquí. Por tanto, el momento es ahora. No esperen recompensa en otra vida. Probablemente no hay Valhalla, no hay paraíso. No nos esperan decenas de bellas doncellas o jarras frías de cerveza. Vivan ahora, no lo dejen para mañana. Puede que mañana no exista. Háganlo hoy.
Créanme. Lo inesperado sucede. Que, al menos, nos pille bailando.
(A la memoria de Enrique Blanco, con respeto y profundo dolor).
@julioml1970