Escribo estas líneas con un pensamiento que, de forma recurrente, me acompaña en los últimos días. No dejo de pensar en el hecho de que las empresas son esenciales para el desarrollo del país y nuestras vidas, pero al mismo tiempo veo con bastante preocupación que no todos los hombres de negocios en Venezuela son precisamente los ejemplos que el país necesita.
El tema es complejo. Durante años ―que no décadas― desde el Estado venezolano y ciertos círculos de la intelectualidad se ha venido pregonando una mentalidad marcadamente antiempresarial. Al mismo tiempo, ello ha venido echando raíces en distintas cajas de resonancia, desde los medios de comunicación hasta las universidades. De allí que ser empresario es un ejercicio a contracorriente de fuerzas poderosas.
Sin embargo, al tiempo que esto sucede, uno observa el surgimiento de cierta clase empresarial que poco o nada tiene de virtuosa, y que tampoco encarna los valores que, supuestamente, deben caracterizar a los capitanes de industria que marcan la diferencia en un país. Lejos están estos hombres de la entrega al trabajo, a tomar riesgos y enfrentar pérdidas, a tener que rebanarse la cabeza evaluando cómo subsistir para prevalecer en escenarios competitivos, tener que manejar a miles de personas como parte de su equipo y talento humano, en fin, tomar una empresa como algo que realmente les duele y les alegra porque se sienten parte de ello.
En esta Venezuela domada, por el contrario, ha surgido una nueva clase empresarial que dista de estos valores y que ha impuesto una serie de principios que alientan la mediocridad y lo que significa ser empresario. En esta Venezuela domada y censurada, en la que cruzar ciertas líneas puede acarrearte problemas con el poder, desde el mismo seno de sus entrañas se ha gestado un conjunto de personas que, bajo la mascarada del sector “privado”, no han hecho más que introducir dentro de la economía proyectos de poca envergadura, que buscan retornos rápidos y no profundizar mucho en la complejidad de lo que significa hacer empresa. En el mejor de los casos ver los toros desde la barrera, hacer negocios desde la orilla.
Los resultados están a la vista. No es casual la ausencia de proyectos grandes (major projects) en Venezuela. No solo la pigmea economía no tiene la capacidad de tenerlos por varias variables macro. La dura realidad es que ningún empresario malandro tiene la capacidad de llevarlos a cabo (no basta solo el dinero), y quienes sí tienen capacidad de hacerlo, digamos los empresarios serios, no van a invertir grandes capitales en el país hasta tanto no existan condiciones estructurales y garantías jurídicas e institucionales que así lo avalen. No son algunos millones de dólares. Son miles de millones de dólares.
Así las cosas, el empresario malandro básicamente se dedicará a tener rápidos retornos con actividades de menor complejidad logística. Aunado al poder que le confiere su cercanía al Estado su conducta será la de aquel que se siente intocable. Así como actúan algunos funcionarios, también lo hacen sus equivalentes en el circuito de negocios apoyados por la autoridad.
En cierta ocasión una buena amiga y connotada dirigente gremial me comentaba que el tipo de personas que identifico no son propiamente empresarios, sino oportunistas. Personas que, en ausencia de todo principio se arriman al mejor postor con tal de obtener algún beneficio aún a costa de no generar ningún tipo de valor.
En cierto modo, concuerdo con el comentario. Porque también conozco de primera mano empresarios que indudablemente sí han creado valor para la sociedad y no se han prestado para malas prácticas, sacrificando en muchos casos no solo su patrimonio, sino también temas más delicados como lo son la salud y la propia vida. Son estas últimas personas las que creo que deben ser nuestros emblemas sobre el modelaje empresarial que aspiramos.
El común denominador, sin embargo, suele meter a todos los empresarios en el mismo saco. Son las consecuencias directas de las simplificaciones y nuestras propias falencias. No quiero, y de allí tal vez mi preocupación, que la gente piense que todo aquel que haga negocios en Venezuela o decida constituir una empresa sea alguien que se preste a legitimar capitales, denigrar el esfuerzo y vender un modelo cultural y de principios fundamentado en la decadencia. Por el bien de nuestro país, debemos comprender que no todos los empresarios son así, y que precisamente quienes de verdad se dedican a la labor empresarial poco o nada tienen que ver con estos estereotipos. ¿Hasta qué punto el empresariado pasó la página de la política para enfocarse en otras cosas? Esta, querido lector, es materia de otra reflexión.