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Elogio de la sociabilidad inglesa

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En una época como la nuestra, torturada por relaciones postizas, mediatas e indirectas, que se basan en todo menos en el contacto sincero y personal, nos incumbe evocar a Inglaterra. Con la fama de discretos que tienen, no deja de ser irónico que los ingleses sean maestros de las actividades sociales más extraordinarias. El pueblo inglés no es reservado pero necesita un hábitat concreto con el que esté familiarizado para estar cómodo y poder así proyectarse al exterior. Nos recuerda Scruton que el inglés se asoma al mundo mediante la afiliación a instituciones u organizaciones basadas todas ellas en vínculos leales y duraderos: colegios, universidades, regimientos, equipos deportivos o clubes. De ordinario, la vida de un inglés consiste en incorporarse a organismos que descansen en rituales, tradiciones y reglas y que garanticen una idea de pertenencia. A través de esa pertenencia, encuentra cobijo el alma inglesa.

Como la vida es compleja, el inglés ha creado registros distintos según se vea en el pub, en un partido de cricket, en la cena anual de su antiguo colegio o en una ‘summer party’. La misma persona es irreconocible según el evento pues el inglés reajusta sus usos según el lugar donde se encuentre. Su modo de hablar, lo que beba y cómo vista quedarán alterados. Ese repertorio de registros hace de los ingleses verdaderos anfibios de la vida social. Entre muchas cosas, debemos a los ingleses haber codificado una sociabilidad para las urbes anónimas e impersonales.

No extraña pues, que desde hace 300 años, el inglés se haya dedicado a crear espacios para socializar. Entre sus logros más refinados y fecundos están los clubes privados de St James’s, lo que se conoce como Clubland. La mayoría se desarrollaron a comienzos del ochocientos, coincidiendo con su esplendor imperial. Como en todo lo genuinamente inglés, los clubs destilan centurias de tradición. Fueron y son lugares para evadirse, hablar y divertirse. De hecho, en estos sitios nadie habla de sus problemas y al contrario que en unas vulgares copas ‘after-work’ de cuarentones en cualquier bar, a nadie se le ocurriría hablar de su divorcio, la complicada relación con su hijo, los cambios en el trabajo, su hipoteca o sus problemas de salud. No interesan. Se viene a hablar de viajes, historia, política, arte, etc. Es considerado una gravísima obscenidad estar en el bar compartiendo miserias y tribulaciones personales.

Como la vida es compleja, el inglés ha creado registros distintos según se vea en el pub, en un partido de cricket, en la cena anual de su antiguo colegio o en una ‘summer party’. La misma persona es irreconocible según el evento pues el inglés reajusta sus usos según el lugar donde se encuentre. Su modo de hablar, lo que beba y cómo vista quedarán alterados. Ese repertorio de registros hace de los ingleses verdaderos anfibios de la vida social. Entre muchas cosas, debemos a los ingleses haber codificado una sociabilidad para las urbes anónimas e impersonales.

 

No extraña pues, que desde hace 300 años, el inglés se haya dedicado a crear espacios para socializar. Entre sus logros más refinados y fecundos están los clubes privados de St James’s, lo que se conoce como Clubland. La mayoría se desarrollaron a comienzos del ochocientos, coincidiendo con su esplendor imperial. Como en todo lo genuinamente inglés, los clubs destilan centurias de tradición. Fueron y son lugares para evadirse, hablar y divertirse. De hecho, en estos sitios nadie habla de sus problemas y al contrario que en unas vulgares copas ‘after-work’ de cuarentones en cualquier bar, a nadie se le ocurriría hablar de su divorcio, la complicada relación con su hijo, los cambios en el trabajo, su hipoteca o sus problemas de salud. No interesan. Se viene a hablar de viajes, historia, política, arte, etc. Es considerado una gravísima obscenidad estar en el bar compartiendo miserias y tribulaciones personales.

Inglaterra es una de las naciones más intuitivas que existen. En los albores del diecinueve comprendió que el mundo estaba condenado a adquirir un ritmo más trepidante. Vino la revolución industrial y por ser Inglaterra cuna de aquélla, fue la primera en padecer los agobiantes cambios que entrañó. La luz de gas, el telégrafo, el tren, el dichoso teléfono y otros inventos invasivos e impertinentes. En aquellos días, una Inglaterra cada vez más urbana, deviene en el centro de una modernidad incontrolable que da luz a los nuevos dioses: el comercio, la velocidad, la libertad, la industria, la prensa, etc. Frente a ese nuevo politeísmo que engendraron los avances tecnológicos, los clubes constituían –y constituyen- un sosiego. En un mundo en el que la gente sólo se comunica con el móvil, ninguna institución humaniza más que un club. No en vano, en los clubes más prestigiosos, los móviles siguen proscritos. De esa prohibición de no usar móviles, brota la libertad de hablar como personas.

Los clubes pertenecen a sus socios y sus normas son espejo fiel del carácter de éstos. Como legislar es divertido y adictivo, suelen estar plagados de normas y la mayoría –estamos en Inglaterra- no escritas. Empero, las únicas normas que cuentan son las que se basan en las convenciones, esto es, en la tradición. Es bien sabido que la mentalidad inglesa aborrece la norma escrita y nada mejor que un club para reflejar su apego por la norma consuetudinaria. Se sabe de un club de Pall Mall donde lo único que no se puede hacer en el Coffee Room es tomar café, donde en la Smoking Room está prohibido fumar, en la biblioteca nunca se lee y cuyo cocktail bar no ofrece ningún cóctel. Hay convenciones despiadadas; Clubland ha mirado con desdén los zapatos marrones con traje oscuro, tan del gusto de los europeos del sur y estrechar la mano entre socios es censurado en privado sin piedad como una cargante obsesión continental.

Como los clubes son lugares para temporalmente orillar las desdichas, los fallecimientos de los socios son asunto de poca importancia y se intenta que pasen casi desapercibidos. Las muertes se anuncian de forma muy escueta en el panel de anuncios y no se incluye ninguna cursilería latina como «Siempre te recordaremos, Henry».

Frente a lo que se suele pensar, los clubes no son elitistas. Antes al contrario, se basan en una radical igualdad; tan pronto uno ingresa como socio, cualquier tratamiento –sir, lady, lord, profesor, coronel, etc.– se diluye y los socios se llaman por su nombre. No en vano, un club inglés es el único sitio de la tierra donde un joven que acaba de cumplir 18 años puede sentarse con un socio octogenario en igualdad de condiciones. Los clubes son una sociedad civil organizada y cada club tiene su personalidad definida por la adherencia a un partido o corriente política, la vida académica o militar, el teatro, la aristocracia, el campo, los viajes, etc. Todas las aspiraciones y vocaciones del alma inglesa acaban encauzándose inexorablemente en un club.

Caracteriza a los clubes un rigoroso sistema de elección que asegura que los candidatos abrazan el ethos del club. El proceso garantiza que entre los socios exista un mínimo común denominador. Los más prestigiosos llevan a cabo la elección mediante el sistema de votación por bolas, siendo la más temida la bola negra que inhabilita al candidato. Como es normal en un club inglés la bola negra no es de color negro. Los procesos de elección son a veces angustiosos y pueden propiciar enconadas disputas. Existe todo un corpus literario con anécdotas de personajes famosos que en su día fueron ‘blacked-balled’. Más allá de las islas británicas, los ingleses crearon clubes excelentes en otros territorios porque dominar el mundo lleva su tiempo y de vez en cuando hay que divertirse. Incluso naciones como la India que combatieron con vigor cualquier vestigio británico no han podido evitar mantener las tradiciones inglesas en sus propios clubes. Aún hoy, la eterna Inglaterra late discretamente en los clubes de Nairobi, Bombay, Calcuta, Madrás, Hong Kong o Melbourne.

Seducidos como estamos por lo instantáneo y los sofocantes afanes reformadores, a veces hace falta que el tiempo pare y de eso Inglaterra sabe algo. En estos tiempos que imponen un trato humano completamente artificial, mecánico y virtual, conviene admirar la sociabilidad que los clubes ingleses garantizan. Frente al oleaje de una modernidad totalitaria, anodina, de obediencia debida, previsible y absurda, nos queda, de momento, la roca firme de Clubland, postrer recuerdo de cuando la gente hablaba entre sí con libertad y naturalidad.

El mundo moderno, obsesionado con ser feliz «hic et nunc», trajo las depresiones, la soledad, las terapias, las dietas y los abstemios, etc. Ante tanta locura, celebremos la cordura tres veces centenaria de esa sabia Inglaterra que nos redime del pecado de una vida social plana y virtual y nos ofrece, todavía, la posibilidad de que cada uno pueda llegar a ser quién es.


Eduardo Barrachina es presidente de la Cámara Oficial de Comercio de España del Reino Unido

Artículo publicado en el diario ABC de España

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