En un tiempo volátil y escurridizo como el que vivimos, filológicamente alarmante y encarcelado en la siempre urgente esclavitud de las notificaciones, la relación personal que mantuvieron Stefan Zweig y Romain Rolland a comienzos del siglo pasado es un ejemplo de resistencia ante la intrascendencia y la superficialidad, además de la perfecta ratificación de la primera acepción con la que la Real Academia Española define la palabra amistad: «Afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato». De un mundo a otro mundo (Acantilado, 2024) no sólo recoge el intercambio epistolar entre dos gigantes de la cultura europea a lo largo de ocho años y 275 cartas; es el testimonio documental (y aún vivo) de hasta dónde puede llegar la cultura para contrarrestar la barbarie y fomentar la paz entre pueblos enfrentados por el odio irracional de la guerra, la injusticia y las calamidades. El compromiso humano y cultural que emanó de la relación entre estos dos amigos –a su lado cualquier definición de la amistad parece una anécdota– es la demostración de una fuerza suprema a la que llamamos voluntad, y de cómo ésta, cuando es guiada por el afecto y la admiración, es capaz de alumbrar una noción universal del diálogo y la convivencia.
En mitad de una Europa consternada por los acontecimientos políticos y obligada fatalmente a tomar las armas en contra de su voluntad, es decir, pivotando sobre el eje de la Primera Guerra Mundial, el epistolario atraviesa algunos de los años más convulsos de nuestra historia, y en él hay lugar para la disensión y el acuerdo, para el enfado y la incomprensión, para la rabia y el júbilo de dos intelectuales comprometidos en resistir el ciclón de la contienda y que, empeñados en aliviar el dolor de una Europa sacudida por el sufrimiento, dieron testimonio de su tiempo en cartas que, por su sentido ético, su hondura espiritual y su valor histórico, deberían ser estudiadas –lanzo un guante a los valientes– en todos los institutos de Secundaria del mundo.
Dejando a un lado sus indiscutibles dotes literarias, ambos interlocutores demuestran un sentido de la moralidad tan férreo que, a veces, especialmente en el caso de Zweig, tantísima racionalidad asusta. Porque cada idea parece tallada en piedra; cada concepto, una proclama universal; cada disertación, un discurso de Solón en el ágora de Atenas. Dejando a un lado los hechos concretos, más allá del dilema nacionalista o la discusión sobre la justicia, núcleo central de sus conversaciones, el epistolario ejemplifica algo más valioso incluso que la historia, que es la amistad, un misterio que me atreveré a resumir con un pequeño pasaje aislado en el que, por imperativo categórico, voy a detenerme inmediatamente.
El 22 de noviembre de 1914, en mitad de las calumnias que la prensa francesa o alemana lanzaba indistintamente en su propio beneficio, la lucha cultural entre el belicismo de unos y el pacifismo de otros, Romain Rolland, profundamente consternado por un artículo de Thomas Mann aparecido en Die Neue Rundschau, escribe airado a Stefan Zweig: «Sería capaz (si no reaccionara, si no conociera almas como la suya) de romper los últimos vínculos que me unen al pensamiento alemán. Ni el peor enemigo de Alemania hubiese escrito algo más terrible contra ella que esa distinción de la Kultur alemana y la civilización, tal proclamación de la identidad de la Alemania intelectual y el militarismo o la cita insolente [de Schiller] de la poesía alemana: ‘Das Gesetz ist der Freund des Schwachen‘ [la ley es amiga del débil]. Por el honor de Alemania, ¿no se alzará ni una sola voz contra semejantes pensamientos?».
Tal es el malestar que ese texto genera en Rolland que llega incluso a decir: «Nunca le perdonaré la ultrajante ironía con la que este intelectual, tan cómodo tras su escritorio, se mofa del pueblo francés en combate, que se sacrifica con un estoicismo y una dicha heroicas. […] Cuando me cruce con Thomas Mann dentro de veinte años, me negaré a darle la mano». Además de la proclama feroz de Mann y más allá de su exacerbada apología de la guerra, la carta también aborda el dilema de Reims –una discusión sobre si la destrucción de la catedral había sido intencionada o si la prensa se había hecho eco maliciosamente de una acción militar que en realidad nunca existió– y termina diciendo, vencido ya por la resignación: «Dejo ya mi labor de Casandra, pues nadie me escucha».
Dos días después, el mismo Rolland, desde Ginebra, donde colaboraba con la Cruz Roja asistiendo a los heridos de guerra que llegaban de todos lados, y antes de recibir ninguna respuesta, vuelve a escribir a Zweig, esta vez apesadumbrado por el tono de su última carta: «Disculpe el acceso de indignación que me llevó a escribirle la carta de ayer. Creo que me hizo ir demasiado lejos». Y cierra la carta de un modo casi pueril, ingenuo, imperfectamente hermoso, conmovedoramente humano: «No se enfade conmigo por la carta de ayer. Temo afligir a las personas que estimo, aunque no puedo reprimir los impulsos de mi corazón cuando una injusticia lo hiere».
Tiene gracia cómo se comporta a veces el destino, porque fue la censura la que impidió que esa primera carta de Rolland llegara a manos de Zweig y que éste, extrañado por la segunda, sin saber lo que decía, respondiera a su «querido maestro» de una manera tan hermosa: «Estoy tan seguro de su bondad y su gran sentido de la justicia que aprecio su apasionamiento tanto como su moderación: sé que los dos brotan de la misma fuente».
Si en el Discurso fúnebre de Pericles recogido por Tucídides, el gran general ateniense, el insigne estratega, evocando a los ancestros, llegó a pronunciar: «Ellos habitaron siempre esta tierra y, en la sucesión de las generaciones, nos la han transmitido libre hasta nuestros días gracias a su valor»; si Beethoven pudo resumir en la Novena el alma del mundo en dos líneas: «Wem der grosse Wurf gelungen/ Eines Freundes Freund zu sein» (quien logró el golpe de suerte de ser el amigo de un amigo), yo no he venido aquí más que a expresar una certeza: que este libro sobre la amistad es el símbolo y la encarnación de unos valores culturales –los de Pericles, los de Beethoven, los de Europa– sobre los que deberíamos seguir cimentando los principios que han hecho de nuestra civilización un emblema, un orgullo y un ejemplo gracias a innumerables vínculos fraternos que, como en el caso de Zweig y Rolland, ninguna guerra ha podido destruir aún.
Mario Colleoni es historiador del arte.
Artículo publicado en el diario ABC de España