La llamaré Ella por respeto a su nombre y a su memoria y porque la quise y la admiré en vida; por eso me golpeó duramente la noticia de su suicidio: desnuda, se hundió en la bañera y se cortó las venas. Había dejado en la cerrada puerta del baño una nota dirigida al hijo adolescente. ¡No abras! ¡Avisa al vecino!
Pero mucho antes, un par de años atrás, hacia las 3:00 de la madrugada vibró el teléfono de mi casa y era Ella que con voz oscura y estremecida suplicaba: «¡Nunca te he pedido nada, pero ayúdame!».
Sobresaltado, colgué el teléfono y dije a mi mujer: es Ella, ¡vístete y vamos! Nos encontrábamos cerca y en cosa de minutos llegamos al edificio donde vivía, nos abrió la puerta una empleada soñolienta pero asombrada, la empujamos preguntando por el cuarto de Ella y nos abrimos paso para encontrar a nuestra amiga desmayada fuera de la cama, tirada en el suelo en la agónica escena de la sobredosis y la cocaína a un lado.
El problema estaba en que, salvo haber visto escenas de esta naturaleza en el cine, nunca me había enfrentado a su realidad y mientras mi mujer prendía la luz y abría la ventana para que respirara la habitación, yo me afanaba en revivir a Ella diciéndole inútiles frases de conmovido afecto. Ella abrió los ojos, me miró casi sin verme porque fijó su mirada en el resto del polvo blanco y a pesar de saberse en agonía logró decir en apagado murmullo refiriéndose a la droga: «¡No la botes!». Reuní fuerzas, la sacudí por los hombros con cierta ternura diciéndole frases de ánimo consolador: «¡Te queremos mucho!» y cosas así.
Sentí que se recuperaba, que regresaba de aquella oscura pero atisbada región de la muerte; el anhelado placer de situarse al borde de una nueva vida libre y despojada de angustias; el encuentro con un abismo de deleites. Inesperadamente, fijando su mirada en mí lanzó su primera flecha emplumada de inesperado rencor: «¿Por qué eres feliz?». ¡Quedé atónito! Y, entrecortado, solo atiné a decir que nadie es feliz, que la felicidad no existe. Que lo único que existe es el amor porque vive mucho más que el odio o el horror a la vida cuando la vida es considerada como una enfermedad. «¡Por eso te queremos!».
Entonces lanzó su segunda flecha envenenada: «!Si me quieres tanto, cómprame un revólver!». A esto, nada pude responder. Me limité a que Ella se recuperara, mi mujer la llevó al baño y regresó mucho más restablecida. La dejé en manos de la empleada que no lograba enderezar su propio ánimo y regresamos a casa, apesadumbrados.
!Nunca he sostenido un revólver! Ni siquiera sé cuánto pesa; jamás he tocado un cuchillo de matarife, una daga, el hacha del verdugo, el puñal, el cuchillo degollador. En las películas de acción violenta he visto armas de toda naturaleza. Aturdido, pero temeroso de comprometerme en una investigación policial destinada a establecer de dónde procede el arma, estuve durante una larga semana buscando un revólver en la certeza de que si lo encontraba volvería donde Ella y se lo entregaría como prueba de amor.
Pero nunca más la vi, de seguro evitaba verme asediada por la culpa de haber protagonizado un desventurado episodio o de vergüenza por mostrar la debilidad de su desdicha.
¡Un día me enteré que se había acostado en su bañera sumergida en su propia sangre!
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