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¡Elemental, Sherlock, elemental!

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No resulta nada fácil sustraerse de la infoxicación derivada de la peste china y del mal de Chávez y su mutación, el maduro-fascismo. Ni siquiera en términos históricos. Esta semana, por ejemplo, se cumplieron 58 años del Porteñazo (2 y 3 de junio de 1962), artero intento protochavista de derrocar a Rómulo Betancourt con saldo de al menos 500 muertos y más de 700 heridos,  perpetrado por los capitanes de navío, fragata y corbeta Manuel Ponte Rodríguez, Pedro Medina Silva y Víctor Hugo Morales, castroñángaras infiltrados en la Marina de Guerra, y perpetuado en el imaginario colectivo en la fotografía del padre Luis María Padilla auxiliando al cabo Andrés Quero en el crucero La Alcantarilla —la icónica escena, captada por el lente de Héctor Rondón Lovera, reportero gráfico del diario La República, fue reproducida en la portada de la revista Life y  galardonada en 1963 con el premio Pulitzer—. Seduce la posibilidad de analizar las circunstancias y consecuencias de la frustrada insurgencia, pero sería cuento de nunca acabar y mi verbo no da para tanto. Aunque busqué en las efemérides listadas en Internet algún acontecimiento especialmente interesante o atractivo para arrancar en otro registro estas divagaciones, no di pie con bola: la exploración fue decepcionante. No corrí mejor suerte con el santoral.

A la exaltación de san Isaac de Córdoba consagra la iglesia la fecha de hoy. No carece de méritos y su martirologio no fue anodino; sin embargo, un santo cristiano con nombre judío en tiempos de dominación mora no es asunto que deba ser ser despachado como si nada y, para ser sincero, no reuní datos suficientes a fin de sustanciar su hagiografía. Afortunadamente, mientras indagaba sobre su vida y milagros, descubrí en la agenda internacional de conmemoraciones de casi cualquier cosa que hoy es el Día Mundial del Vencejo, y se encomia, ¡con razón!, el vuelo de esta ave de alas largas y patas cortas capaz de alcanzar grandes alturas y mantenerse en el aire hasta 10 meses seguidos: come, duerme y se aparea surcando los cielos de Europa, Asia y África, y solo aterriza cuando debe nidificar. Nunca vi ni de lejos un arrejaco, como igualmente se le conoce, pero en una tasca madrileña escuché decir, en alusión a los improbables efectos beneficiosos de una causa perdida: «ni de malva buen vencejo, ni de estiércol buen olor, ni de puta buen amor». Conjeturé entonces, asociación de ideas no más, que una salmantina noche de luna llena, los vencejos motivaron  a Caupolicán Ovalles, Carlos Contramaestre y Alfonso Montilla la improvisación del emblemático canto ballenero, entonado a guisa de himno de batalla por la Pandilla de Lautréamont, cuyas primeras estrofas consignamos aquí: «Los pájaros, los pájaros, fornican en la catedral, lanzan sus plumas contra el viento mientras, en mitad de la noche, las brujas con los huesos de los gatos hacen flautas».

Si nos extendimos en el exordio, lo hicimos sacándole el cuerpo (o, strictu sensu, el tubo de escape) a la realidad. Desdichada e inevitablemente tropezamos de nuevo y por enésima vez con la piedra de la covid-19 y el duro y maduro peñón del acontecer nacional; no obstante, procuraremos navegar en aguas distintas sin naufragar en el intento de atracar en puerto seguro. Vayamos, pues, al encuentro, algo digresivo, con el conde Lev Nikoláievich Tolstói, el polígrafo ruso conocido simplemente como León Tolstói, a quien suecos y noruegos, o más exactamente, la Svenska Akademien y Den norske Nobelkomité le hicieron el fo escatimándole el Premio Nobel de Literatura, los primeros —6 veces nominado entre1902 y 1906)—; y el de la Paz, los segundos —postulado en 1901, 1902 y 1910, año de su muerte—. A pesar del desaire escandinavo, se le tiene entre los más grandes escritores de cualquier lengua y de todos los tiempos, en virtud de su monumental obra novelística y su profundo cavilar sobre cuestiones morales, sociales y filosóficas. Por eso, la publicación en castellano de una compilación de pensamientos suyos y de «los grandes sabios de la humanidad, indispensables para una vida de bien», según el autor de Guerra y paz», es acontecimiento digno de encomio. Lo debemos a la hispano-mexicana (o viceversa) Selma Ancira —quien seleccionó y tradujo de El camino de la vida, obra publicada póstumamente en 1911, un buen número de sentencias, tanto de Tolstói, cuanto de otros autores y fuentes, cuya excesiva cantidad y asombrosa variedad impiden referirlas en detalle.

El trabajo de Ancira fue editado el año pasado por el Fondo de Cultura Económica con el nombre simple y llano de Aforismos. Hemos, no hojeado, sino más bien ojeado una versión digital en formato Word y en ella pescamos una auténtica joya sobre el Estado, las leyes y la criminalidad. Se trata de una reflexión de Benjamin Tucker, teórico individualista, editor, traductor norteamericano y amigo epistolar del autor ruso, quien aseveró: «Las leyes no corrigen y mejoran sino empeoran y corrompen a la gente. El Estado produce criminales con mayor rapidez de la que los castiga. Nuestras cárceles están repletas de criminales corrompidos por el Estado con sus leyes injustas, sus monopolios y todas sus instituciones. Primero creamos una multitud de leyes que generan crímenes y luego creamos nuevas leyes para castigar dichos crímenes».

A pesar del sesgo anarquista, esas palabras parecieran pensadas a propósito de las normas discriminatorias emanadas de la usurpación —el usurpador dicta, ergo, es dictador— en relación con la distribución y venta de la gasolina. Tal calcularon y señalan especialistas, el combustible subsidiado (5.000 soberanos el litro) de venta exclusiva a los patriocarnetizados, aumentó 50.000.000.000%; el destinado a los pendejos (50 centavos de dólar,) 165.000.000.000%. Y cual prevén y critican acerbamente esos mismos especialistas, la mesa está servida para un bachaqueo monumental: los enchufados pagarán el equivalente a 0,02 dólares por litro y lo revenderán a un precio 25 veces mayor, ¡vaya manguangua! Sí, un nuevo Cadivi se avizora, Cadivi gasolinero lo bautizó José Guerra, gracias a un Estado corruptor como el descrito por Tucker. Dejémoslo claramente establecido: el chavismo y el madurismo son la misma miasma corrupta y corruptora, y todas, absolutamente TODAS sus modalidades de subsidio son diseñadas con la coima, el peculado y el enriquecimiento ilícito en la mira. Ahí están, para muestra un botón, las bolsas y cajas de productos vencidos y de vaina aptos para el consumo humano, distribuidas con sentido proselitista y clientelar por los comités locales de abastecimiento y producción, y aplaudidas con entusiasmo remunerado, ¡clap-clap-clap!, por las focas encu(ru)ladas en la asamblea de Luis Parra.

Los pájaros no copulan en el cuartel de la montaña. Ceden sus cuerpos al ánima sola del rojo gorilón barinés —¿majamanismo? Solo un ballenero lo sabría. O un patafísico—, quien, con la osamenta de Simón Antonio de la Santísima Trinidad, no de los gatos cual las hechiceras, hizo una flauta encantada a objeto de trinarle a Nicolás órdenes de ultratumba. ¿Se deben a una errónea decodificación de los mensajes canoros las incoherencias en el manejo de la emergencia sanitaria o se cansó el pajarillo fantasma de piar en oídos sordos? Si esta pregunta se la hubiesen formulado a Guillermo de Baskerville, el monje protagonista de El nombre de la rosa (Umberto Eco, 1980), habría recurrido al principio metodológico conocido como Navaja de Okham —En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable— y se habría decantado por el silencio sepulcral del redentor. Sherlock Holmes, el celebérrimo sabueso del 221 B Baker Street creado por Arthur Conan Doyle e inspirador del pesquisidor de Eco, al  refutar los supuestos de la interrogante y echado mano de su célebre procedimiento deductivo —Cuando todo lo imposible ha sido eliminado, el resto, aunque parezca improbable, debe ser verdad— , habría puntualizado: el gobierno de facto, damas y caballeros,  ha forjado una narrativa fantástica en torno a la pandemia, orientada a asegurarse un férreo control social y minimizar los riesgos de un Caracazo en protesta ante la escasez de gasolina; ¡Ah! pero el confinamiento, el toque de queda y los estados de sitio no pueden ser perennes; al llegar el combustible persa, el régimen, contra toda lógica y en sentido contrario al resto del mundo, afloja los tornillos de la cuarentena cuando comienzan a apretar severamente las tuercas de la peste.  ¿No es así, Watson? ¡Elemental, Sherlock, elemental!

Raúl Fuentes

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