OPINIÓN

El yeyo de Fidel Castro

por Carlos Alberto Montaner Carlos Alberto Montaner

Leo en RT (Russia Today) un largo reportaje sobre la creación de una primera Internacional Progresista para combatir las ideas liberales en los difíciles tiempos del covid-19. Me envía el link desde Suiza mi amiga Tania Quintero, una exiliada cubana, de familia comunista, que perteneció al partido en su juventud, pero, como persona inteligente, se desencantó y se pasó a la oposición. Su hijo, Iván García, es el extraordinario corresponsal del Diario las Américas en Cuba. RT es la voz oficiosa de la Rusia de Vladimir Putin. Se trata de un conjunto mediático que Moscú utiliza para tirar la piedra y esconder la mano.

Para entendernos, la primera Internacional Progresista es una amalgama de personalidades e instituciones que suscriben tres supersticiones fundamentales: que el gasto público es magnífico, especialmente lo que llaman “gasto social”, que  deben subirse los impuestos, y que el Estado es un buen gestor de esos ingresos. (Sospecho que Bernie Sanders es el ángel de la guarda de esa formación). Curiosamente, Cuba, Venezuela y Nicaragua no participaron del aquelarre.

Forman parte de ella Evo Morales, Lula da Silva y Rafael Correa (los tres acusados o condenados en sus países por corrupción), junto a otros ex jefes de Estado o de Gobierno, como la brasileña Dilma Rousseff, el colombiano Ernesto Samper, el paraguayo Fernando Lugo, el uruguayo José Mujica, la argentina Cristina Fernández de Kirchner y Rodríguez Zapatero de España.

Junto a esos personajes, casi todos perseguidos o perseguibles de oficio, está el pelotón de los escuderos de esa izquierda gastadora y deshonesta: Celso Amorim, ex canciller de Brasil, el filólogo Noam Chomsky, la escritora canadiense Naomi Klein, el abogado Baltasar Garzón, los cineastas Danny Glover, Sean Penn y Oliver Stone, los tres vinculados a Hugo Chávez y a Nicolás Maduro, a los que se agrega, entre otros, casi imperceptiblemente, el actor mexicano Gael García Bernal.

Los convocó y presidió el chileno Marco Enríquez-Ominami, ex diputado socialista, que piensa lanzarse otra vez a la lucha presidencial, pese a que en 2017 obtuvo menos de 6% de los votos en primera vuelta. Para ello ha creado el Grupo de Puebla. Por ahora no pone demasiados reparos a la democracia liberal que predica la separación de poderes, las libertades civiles, la alternabilidad electoral y el resto de los rasgos de los Estados creados como consecuencia de la Ilustración a partir de 1776, cuando se independizó Estados Unidos (o, si se hila muy fino, desde la “Revolución Gloriosa” de 1688 acaecida en Inglaterra).

El Grupo de Puebla es un descendiente directo del socialismo del siglo XXI. Según la doctora Hilda Molina, científica cubana de gran relevancia, hoy exiliada en Argentina, Fidel Castro se enamoró de la denominación y le pidió a Hugo Chávez que adquiriera el nombre para su engendro imperial, pero no las teorías del alemán-mexicano Heinz Dieterich, que al comandante le parecía un idiota. Finalmente, en 2005 Chávez mencionó en un discurso el socialismo del siglo XXI y se apoderó de la “marca” política.

Al contrario de la evolución ideológica del siglo XIX, que se fue radicalizando paulatinamente (pasó de la “Liga de los proscritos”, a la de los “Justos”, a la de los “Comunistas”), la de los siglos XX y XXI va perdiendo estridencia en la medida en que el comunismo pierde fuelle como consecuencia de su evidente fracaso. Había que ser un imbécil redomado o un obtuso dogmático para no advertir el contraste entre las dos Alemanias o las dos Coreas.

En 1989, primero se vinieron abajo los regímenes comunistas de Europa del Este. Al año siguiente (1990-1991) Mijail Gorbachov tiró la toalla y le dio paso a la década de Boris Yeltsin, periodo en que se privatizaron las grandes empresas exportadoras con los amiguetes del poder. Como continuaban vigentes las categorías marxistas, a esos robos los calificaron como la “etapa de acumulación original del capital”.

El 31 de diciembre de 1999, al comenzar el siglo XXI, Vladimir Putin hereda la jefatura del gobierno. Al inicio de su gestión, para hacer evidente que ha dejado atrás su pasado de oficial del KGB, Putin desmantela la base de escuchas telefónicas “Lourdes”, en las afueras de La Habana, sin darles previo aviso a sus anfitriones cubanos, y deja de pagarles los 200 millones de dólares que le abonaba anualmente al ex satélite caribeño.

Fidel Castro tragó en seco. Ya aprenderían los traidores soviéticos el precio de su felonía. En esa época, en 2005, un año antes de enfermar gravemente, y una década antes de morir, todo lo había dispuesto: poseía el discípulo tonto, rico e insoportable (Hugo Chávez), se disponía a conquistar, primero, América Latina, pero ese sólo era el preludio para el resto del planeta. No en balde, al llegar a la mayoría de edad derogó oficialmente su segundo nombre, Hipólito, y se puso Alejandro.

En noviembre de 2016, cuando Fidel optó por morirse, sentía una gran amargura. Sabía que todo había sido inútil. Chávez se había muerto de cáncer. Fracasaron sus sueños de doblegar al imperialismo yanqui y de demostrarles a los rusos que se habían equivocado. Raúl era un tipo mediocre. Maduro, impuesto por él mismo, no servía para nada. Era un tipo enorme, pero vacío. Si Fidel llega a saber que Cuba, Venezuela y Nicaragua no eran bienvenidas a la Primera Internacional Progresista, le da un “soponcio”, como dicen los españoles. Los cubanos le llaman un “yeyo”.