Chanchullo, mordida, palanca, enchufe, jeitinho, guiso: algunos de estos conceptos le sonarán conocidos a los latinoamericanos. Tienen en común que describen la tendencia a la corrupción que se ha convertido en el orden cultural de la región. Son síntomas de la compleja y profunda enfermedad que se ha carcomido la estabilidad institucional en tantos países de América Latina, un mal que se perpetúa a sí mismo a través del vocabulario y la mirada complaciente de aquel que celebra la “viveza criolla”, la “malicia indígena”, o el “jeitinho brasileiro” como se le llama a la forma más cotidiana de la corrupción en Argentina, Colombia y Brasil respectivamente.
Es imposible negar la importancia del vocabulario en la creación de mentalidades y patrones de comportamiento. Puesto líricamente, podríamos decir que el lenguaje crea el caudal por donde luego correrá el río de la cultura. La palabra es una herramienta hacedora de realidades, a partir de ella reconocemos nuestro entorno: nos presenta aquello que es normal y aquello que no lo es. Juega a la vez un papel descriptivo (por ejemplo el uso de adjetivos comunes) y un papel creador (al perpetuar patrones culturales). El verbo en su función creadora tiene en este sentido una inmensa influencia sobre el individuo, define sus conceptos del bien y del mal, determinando así su idiosincrasia.
La incompetencia institucional, la inestabilidad jurídica y la corrupción en las altas esferas de la política latinoamericana han creado históricamente un terreno extremadamente fértil para los actos de corrupción a mayor y menor escala. En este contexto el “vivo”, es decir el ventajista, es celebrado como astuto y avispado. Se han creado patrones de comportamiento que han exigido la invención de palabras que el idioma castellano, a pesar de su historia centenaria, no se había visto en la necesidad de producir. Nacen entonces conceptos como “chanchullo”, que en países como Venezuela, Cuba y Bolivia hace referencia a una situación en la que alguien saca provecho a perjuicio de alguien más. El concepto de “jeitinho”, en Brasil, cumple una función similar; se refiere al uso de atajos para llevar a cabo un objetivo, aunque sea pernicioso para el colectivo. Lo mismo sucede con la “mordida” y la “matraca”, que en México y Venezuela, respectivamente, describen el soborno al policía. La “coima” está presente a lo largo de gran parte de la región como el soborno pagado a algún funcionario, un delito que el derecho llama “cohecho”, pero que, por su normalización, en nuestros países está exento de represalias morales. Estas palabras se le presentan cotidianamente al latinoamericano, creando la noción de que la corrupción es normal, lo cual a su vez reproduce los mismos patrones de conducta.
Se habla de América Latina como un espacio cultural por la presencia de lenguas romances, pero lo que realmente define a la región como una unidad cultural es su pasado colonial. La herencia que dejó la Colonia, insondable en su complejidad, hace presencia más notablemente en la tradición institucional latinoamericana. Las bases que sentaron los españoles fueron sumamente frágiles, dado que el objetivo durante siglos fue explotar y extraer las riquezas naturales, mas nunca la creación de riquezas por medio de la producción. En la región mesoamericana los colonizadores utilizaron las estructuras esclavistas ya establecidas por los pueblos indígenas para explotar a la población en función de la Corona. Se desarrollaron instituciones como la “encomienda”, con el objetivo de distribuir la fuerza laboral y perpetuar la mentalidad esclavista; fue un formato, por cierto, que no dejó de influenciar el panorama agrario latinoamericano hasta bien entrado el siglo XX. Lo mismo sucedió con la “mita” andina, un sistema de explotación tributaria que los incas utilizaban y que el Virreinato supo prolongar.
Este ejemplo busca esclarecer la tradición institucional latinoamericana, creadora de patrones culturales que definen el actual paisaje humano de la región. Este traumático pasado colonial hizo que el individuo se volviese escéptico e irrespetuoso frente a la autoridad, desconfiando siempre de las buenas intenciones de quien cumple una responsabilidad superior: en el pasado fue el encomendero y actualmente es el político o el funcionario. ¿Cómo sentar bases institucionales perecederas, cómo hacer que el individuo respete las normas, cuando este siente que carecen de legitimidad? La consecuencia ha sido el ventajismo generalizado y la apreciación de la “viveza” como un gran rasgo de carácter. El “vivo” consigue maneras de burlar el deber ser, logra sus objetivos faltando a las leyes, con lo cual la conciencia cívica desaparece. Se percibe que el orden estatal y legal está intrínsecamente viciado; consecuentemente cualquier transgresión ventajosa será celebrada. El problema de América Latina no son sus venas abiertas, como decía Galeano, sino más bien sus raíces torcidas, como acertadamente plantea el historiador cubano Carlos Alberto Montaner.
Es así como se llega a un punto anárquico de la cultura que inevitablemente lleva al caos colectivo. La misma mentalidad ventajista que lleva al soborno es la que acelera cuando el semáforo está en amarillo. Este comportamiento, perpetuado en el vocabulario latinoamericano de la corrupción, imposibilita el desarrollo y el avance sociopolítico de la región. El escepticismo con respecto a la legitimidad del orden ha sentado las bases de la inestabilidad institucional latinoamericana. Sin embargo, su expresión más cotidiana y dañina no es el escándalo público de malversación de fondos, sino ese hecho de microcorrupción que, aunque parezca benigno, rasga la fibra del tejido social.
Las palabras tienen una inestimable influencia en la reproducción de la cultura y se convierten en símbolos de esa difícil herencia que dejó la Colonia. Al mismo tiempo, pareciera razonable reconocer que el enemigo ya no es Hernán Cortés o Francisco Pizarro, sino la larva de la corrupción que se ha incrustado en el imaginario latinoamericano a partir del verbo.