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El viejo, el niño y el palo

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Pensando en los abuelitos de Venezuela, me propuse hacer un artículo, pero a medida que lo escribía extrañamente se convertía en un cuento. Ahora no sé si es un artículo disfrazado de cuento o un cuento que aspira a ser un artículo. Como sea, aquí va la historia.

Cuando era pequeña, en el colegio, la maestra dijo que debíamos escuchar a las personas mayores porque siempre tienen algo valioso que decir y que cuidarlos, amarlos y respetarlos es nuestro deber.

Yo dije que nunca necesitaría que nadie me escuchara ni me cuidara porque no envejecería. Mi abuelo, a raíz de eso, me contó que se arrepentía de algo que había hecho en su infancia y que ahora, ya mayor, comprendía la enseñanza que cuando era niño un hombre viejo le dio.

Tendría él unos nueve años y vivía en un pueblo donde no había aceras de cemento sino calles de tierra. Donde, sin peligro, los niños jugaban fuera de la casa con metras, trozos de madera y tierra. Donde correr, jugar a la ere y a las escondidas era divertido. Donde tu mamá te halaba de las orejas porque después de la escuela te escapabas con los amigos y regresabas a casa tarde, sudado y lleno de barro.

Según me contó, usaba zapatos solo para ir al colegio y tengo un retrato de él y su familia en blanco y negro pero con matiz sepia. Allí, siendo un niño, mi abuelo aparece descalzo y con pantalones cortos. Su hermano mayor, un adolescente, lucía zapatos relucientes y pantalón largo, lo que indicaba que estaba convirtiéndose en un hombre. A su lado, una niña pequeña de ojos enormes, sentada sobre las piernas de mi bisabuela, llevaba con orgullo un lazo exageradamente grande que adornaba su cabeza.

El caso es que mi abuelo, junto a un grupo de amigos, tenía la mala costumbre de molestar a un viejo huraño que vivía en el pueblo. Todos los días lo buscaban y donde quiera que estuviera, los chicos, en tono de burla, le cantaban:

—¡Viejooo…! ¡A qué no me atrapas! ¡Vamos! ¡Corre! ¡Te mueves muy lento! ¡Ya no tienes fuerza y no sirves para nada…!

Luego lo rodeaban y lograban que el anciano, lleno de ira, los correteara con un palo tratando de agarrarlos. Siempre escapaban hasta que un buen día… el viejito atrapó a mi abuelo.

El hombre, con furia justificada por el acoso diario, levantó el palo en lo alto y mientras mi abuelo ofrecía disculpas y gritaba que no lo volvería a hacer, vio, para su sorpresa, como el anciano no lo golpeó sino que soltó el palo. Luego, tomando al niño con fuerza por ambos brazos, lo obligó a mirarlo a los ojos y le dijo:

—Muchacho, llegará el día en el que tu estatura alcance a la mía, en el que no te darás cuenta de cómo el tiempo pasó tan rápido. Llegará el día en el que tu piel se llene de arrugas y tu cabello se vuelva blanco. Cuando eso ocurra, porque va a pasar, te acordarás de este pobre viejo al que tú y tus amigos le han hecho la vida imposible. Entonces sabrás lo que es sentirse viejo y cuánto duele que un mocoso te falte el respeto. ¡Te acordarás de mí!

Y con esa sentencia lo soltó. Mi abuelo corrió mientras, entre risas nerviosas y la adrenalina a millón, le gritaba retador:

—¡Estás viejo y no sabes lo que dices…! ¡Yo nunca seré como tú viejo loco!

Hoy, dijo mi abuelo, estoy lleno de arrugas y con el cabello cano y sí, el viejito tenía razón. No sé cómo el tiempo pasó tan rápido y ahora, ese viejo soy yo.

@jortagac15

 

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