OPINIÓN

El viaje que todos haremos

por Eduardo Viloria y Díaz Eduardo Viloria y Díaz

La muerte y la trascendencia del alma son temas que obsesionan a la humanidad

El  6 de febrero de 2023 gran parte del mundo se vio consternado por  la tragedia ocurrida en Turquía y Siria: el devastador terremoto de magnitud 7,8. Diversas fuentes estiman que supera los 40 000 fallecidos, cifra que podría aumentar a 55 000 víctimas y 110 000 heridos. Una catástrofe de tal dimensión nos despierta a una realidad inobjetable: somos vulnerables. Morir, por mucho que nos espante, es una etapa de nuestra existencia. Es imposible saber del desconcierto y del miedo que vivieron quienes de manera sorpresiva murieron en un instante, pero mayor terror produce el imaginar a las miles de personas que sobrevivieron a la sacudida y aún están muriendo, atrapadas entre los escombros en una larga y espantosa agonía. Sucesos como este nos confrontan con las creencias y estremecen con la fuerza del temblor, ¿por qué ocurre esto?, ¿dónde está Dios? y ¿qué pasa con esos espíritus?

En el libro Respuestas breves a las grandes preguntas (Brief Answer of the Big Cuestions),  publicado de manera póstuma en 2018, el astrofísico Stephen Hawking expone que no hay vida después de la muerte, según este divulgador científico creer en el más allá es solo una ilusión; una vez que un cuerpo expira no existe nada. La contundencia de esta afirmación está precedida por su aseveración que asegura que Dios tampoco es algo real y que este no rige al universo. Posturas como esa generan opiniones y reavivan las ontológicas interrogaciones que como humanos nos hemos planteado: ¿de dónde venimos y a dónde vamos?

Las creencias y la fe siempre se estarán expuestos a debates en los que el hecho científico, la crudeza de algunos acontecimientos y nuestra condición de seres pensantes nos mueven en un agitado y desconcertante panorama, buscando respuestas. Para quienes abrazan la existencia de Dios, este es el rector del destino y no existe discusión, luego de la muerte física hay otro estado que, aunque no comprobado, es asumido como parte de la vida.

En innumerables culturas previas al cristianismo y hasta nuestros días, el yo es inmaterial,  la esencia de la existencia es el espíritu, mismo que está en nuestro cuerpo de manera transitoria, ocupándolo temporalmente, y al fallecer lo abandona hacia una transición. Desde los albores de la humanidad, el hombre comprendió que sustancia y defunción son complementarios y que forman un ciclo, lo que está presente en el origen de una gran variedad de religiones.

La dualidad del bien y el mal permitió la constitución de reglas dogmáticas en las que el proceder condiciona el destino que tuviese un ánima. Para los griegos, quienes fueron nobles irían a los Campos Elíseos para una estancia dichosa y feliz, mientras los innobles acabarían sufriendo en el Tártaro. Según el hinduismo, el alma está en un constante ciclo de reencarnaciones en las que cada una de esas vidas es un paso a la purificación. El karma de las acciones sentencia la forma en que será la nueva fase. El pleno discernimiento , la disciplina, la austeridad  y el desprendimiento absoluto de lo material son los pasos que permitirán alcanzar el Nirvana y con esto lograr la máxima evolución espiritual. En el antiguo Egipto se pensaba que en el corazón se encontraban el pensamiento y la comprensión moral. La maldad hacía pesado un corazón y al morir este se colocaba en una báscula, si su peso era mayor al de una pluma de avestruz sería devorado por el monstruoso Ammit.

Muchas civilizaciones coinciden en la interpretación de que el bien y mal condicionan al destino final del ánima

En América, la cosmovisión de las civilizaciones prehispánicas también creía que  ocurría algo después de fallecer. El Códice Florentino recoge la interpretación de una de esas culturas: de acuerdo a las creencias de los mexicas, el deceso no se producía de forma súbita sino que consistía en una transformación progresiva y por eso, durante cuatro años el espíritu emprende un viaje a través de nueve niveles en el que va a enfrentar obstáculos que permitan demostrar su entereza y, una vez superados, llega a las puertas del Mictlán, donde es recibido por la diosa Mictlancihuatl y el señor de la muerte, Mictlantecuhtli, para su anhelado descanso.

De acuerdo con las enseñanzas cristianas, seremos juzgados por nuestras acciones en vida y, como resultado  de estas, estaremos destinados al Cielo o al Infierno por la eternidad. Hasta hace unos cincuenta años privó entre la mayoría de los católicos una consciencia en la que nada podía ser peor que morir de manera sorpresiva o fallecer mientras se duerme, ya que sin la confesión y el necesario arrepentimiento no se es apto para estar al lado de Dios, de ahí la importancia del sacramento de la extremaunción, que sirve de preparación para el encuentro con el Padre.

Resulta interesante analizar cómo el individuo, en la demanda de sus respuestas, pudo constituir unas creencias que se erigieron como pilares de las sociedades antiguas y dieron sustento a buena parte del desarrollo de la humanidad. El ser, en su búsqueda, terminó compartiendo generalidades y principios de fe a lo largo y ancho del planeta. Para incas, griegos, egipcios, mexicas o hindúes estaba claro que la estancia terrenal era una etapa de la existencia. La racionalidad, en conjunto con las acciones, tenía una importancia que a su vez acarreaba unas consecuencias que lo proyectan más allá de su comprensión.

El principal objetivo de la vida es la vida en sí misma, el descalabro de la humanidad se evidencia con fundamento al constatar que hemos perdido el rumbo y olvidado que el éxito maravilloso de la existencia es la comprensión del ahora. Si orientamos nuestro esfuerzo en la fe o en la creencia y nos despojamos de aspiraciones vanas e intrascendentes, podremos lograr una evolución no solo intelectual sino espiritual. Quienes abrazan la fe consideran que con las buenas acciones que hacen en la Tierra se garantizan un espacio en el Cielo.

La reciente desgracia que azotó a turcos y sirios obliga a reaccionar e intentar vivir en armonía como un solo conjunto, lo que realmente somos: una especie. Tenemos cada día ante nosotros una nueva oportunidad de cambiar el rumbo y transformarnos. Para aquellos que no abrigan dudas sobre la continuidad de la vida una vez extinguida la vitalidad biológica, siempre será oportuno la siguiente interrogación: ¿has pensando adónde irá tu alma? Seamos creyentes o no, pragmáticos o escépticos, el vivir es un complejo y maravilloso tiempo que demanda la plenitud de la consciencia, y el presente debiera se el  renacer de las más nobles condiciones que nos distinguen y así prepararnos para el inevitable viaje que todos haremos a la eternidad.

@EduardoViloria