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El viaje como libertad

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La convalecencia en una cama de hospital, entre paredes verde aqua, incita a pensar en la libertad de los viajes, los que deparan los libros, y la propia vida. Y anclado así en la cama, le he pedido a mi mujer que me traiga ciertos libros que quiero, indicándole dónde buscarlos en los estantes por el momento lejanos de mi biblioteca.

Porque además de viajar en aviones o en trenes, o en las carreteras, pues ya no alcancé la era de los barcos trasatlánticos, para mi nostalgia, he aprendido a viajar en los libros, gozando de la ventaja de que te pueden llevar no solo a través de los espacios, sino de las edades. ¿Viajar es más necesario que vivir? ¿O para viajar hay que vivir?

Cuenta Plutarco que Pompeyo Magno enfrentaba la situación de que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar por la manera tempestuosa en que aquella se encrespaba, y entonces los arengó, y una de las frases de esa arenga ha quedado para siempre: “Navegar es necesario, vivir no es necesario”.

El gran poeta portugués Fernando Pessoa la transformó siglos después para darle el significado de necesidad a la creación literaria: “Quiero para mí el espíritu de esta frase, transformada/ La forma para casarla con lo que yo soy: vivir no es necesario; lo que es necesario es crear…”.

Crear viajando, crear leyendo, crear escribiendo. Crear viviendo.

Ismael, el marinero que como único sobreviviente del naufragio nos cuenta la historia del viaje fatal del Pequod en Moby Dick, la novela de Herman Melville, explica desde la primera página el porqué de sus ansias de navegar: “…Cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes… entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”.

Cuando el capitán Ahab zarpa del puerto de Nantucket, al mando del Pequod, quiere llegar cuanto antes a su destino para encontrarse con la ballena blanca, que destrozó años atrás otro barco suyo y le arrancó una pierna. Necesita la venganza. La buscará a través de los mares hasta encontrarla de nuevo, lo que significa encontrarse con su perdición. Este será un viaje poco placentero, pero uno de los grandes viajes de la literatura, y del espíritu humano. Ismael, que cuando se pone melancólico piensa en ataúdes, salvará su vida en el naufragio agarrado a un ataúd fabricado por el carpintero de abordo, que aparece flotando a su lado.

Joseph Conrad fue él mismo un viajero buena parte de su vida, como marino mercante, y no pocos de sus libros versan sobre la aventura del viaje. En El corazón de las tinieblas, Marlow navega a través del río Congo, en tiempos de la brutal colonización belga en África, cumpliendo el encargo de buscar a Kurtz, un misterioso personaje que ha enloquecido; es otro viaje. No hacia la venganza, sino hacia las insondables profundidades del alma humana donde campean la violencia, la explotación y la ambición de poder y riqueza.

Simbad el Marino, “poseído con la idea de viajar por el mundo de los hombres y de ver sus ciudades e islas”, se encuentra de repente en una la isla que no es sino el lomo poblado de árboles de una ballena dormida, que de pronto despierta y se adentra en la profundidad del mar. Un viaje a lo imposible esta vez, como son siempre los viajes de la imaginación.

Cuando desde la cama de un hospital uno vuelve sobre estas historias de viajes llenos de aventuras, como la de Simbad, piensa que se trata de cuentos para niños, y no deja de haber razón en eso. Estos que ahora llamamos clásicos, porque según Ítalo Calvino siempre tienen algo nuevo que enseñarnos, han sido leídos generación tras generación, desde La Odisea a La isla del tesoro de Stevenson, y eso los hace clásicos también, la repetición.

Exploran nuestras fibras más hondas donde anidan el deseo de aventura, la atracción por el riesgo y la sorpresa, todo lo cual está contenido en el hecho de viajar hacia lo desconocido. Y cuando las leemos de adultos, volvemos a ser niños. Quizás Melville nunca imaginó que Moby Dick se convertiría en un libro para niños, y tampoco Homero pudo vislumbrar que Ulises llegaría a ser un personaje de películas de dibujos animados.

O que las tramas que inventaron se volverían patrones de conducta en la literatura, en el cine, en las series de televisión que se multiplican hoy en día, en las telenovelas, en los cómics. Si hay un viaje, hay obstáculos. No hay viajes placenteros donde los amaneceres se sucedan un día tras otro sin sorpresas urdidas por malvados, o por el destino mismo.

El gusto de leer, y el de vivir, están en las interrupciones de la felicidad. Toda lectura, o toda vida que empieza a adentrarse en lo desconocido, es una promesa de felicidad; y en la medida que esas interrupciones se multipliquen, mejor disfrutaremos como lectores, y seremos, igual que los personajes, víctimas del destino y sus desatinos.

Ulises quiere llegar cuanto antes a su hogar en Ítaca, descansar en el regazo de su mujer, abrazar a su hijo tras diez años de ausencia. Pero no puede. Tendrán que pasar otros diez años de obstáculos, peligros de muerte, aventuras amorosas, secuestros, naufragios, el descenso a los infiernos. Si no, no habría historia que contar.

La felicidad prolongada se queda fuera del viaje, y fuera de las páginas del libro. La frase “y vivieron felices para siempre” cierra el relato, y lo que ocurra después ya no nos incumbe, ya no nos interesa porque la dicha sin obstáculos no es literaria, como tampoco los viajes sin tropiezos ni sorpresas.

Y desde la cama del hospital, lejos de la libertad, uno oye el canto terrible y seductor de las sirenas, igual que Ulises amarrado al mástil de su nave.

 

Masatepe, octubre 2019

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