La providencia, esa inexorable sentencia que rige el destino de la humanidad quiso que un cazador español de Santillana del Mar, provincia de Cantabria, Modesto Cubillas, cuyo perro en persecución de una presa quedara atrapado entre unas rocas diera con la entrada de una gruta que despertó su curiosidad y recelo. Corría el año 1868 y del hecho, con la emoción del caso, Cubillas dio parte en su aldea del hecho que pasó inadvertido por ser esa zona un sitio con muchas cuevas y grutas. Entre quienes conocieron la noticia se encontraba Marcelino Sanz de Sautuola, quien sentía interés por la paleontología y tiempo después, -en 1875-, emprendería una exploración a la curiosa cueva. En su visita descubrió muy poco que significase un real hallazgo. No fue hasta 1879 que el erudito visitaría de nuevo el misterioso lugar. El 24 de septiembre Sautuola, en compañía de su hija de ocho años María Sanz de Sautuola y Escalante, emprende una nueva aventura. Tras una recolección inicial de restos de huesos y sílex, la niña se adentró en las cámaras de la caverna hasta llegar a un ala lateral. Entre las penumbras comenzaron a aparecer enigmáticos seres que se abrían paso ante los débiles rayos de luz… El fulgor de fantásticas imágenes eran un gran conjunto de pinturas en el techo, que cubrían casi su totalidad. Maravillada, sus ojos observaban lo que estuvo oculto para el mundo durante 38 000 años.
Este inusitado hallazgo acabó siendo un valiosísimo descubrimiento científico, revelaba algo hasta ese momento desconocido: el hombre desde sus albores tenía consciencia de la creación artística y se expresaba por medio de la pintura. El suceso desató una oleada de confrontaciones entre religión y ciencia: por un lado estaban los creacionistas quienes defendían que por inspiración divina los humanos habían sido creados por la magnificencia de Dios con la capacidad estética y la habilidad de representar su realidad, tal como lo plasmaron en esas ricas pinturas rupestres. Del otro extremo se ubicaban los defensores del darwinismo, cuya exposición se centraba en que esto demostraba que el ser humano había pasado por sucesivas etapas de la evolución, lo que le permitió alcanzar un desarrollo de la inteligencia para componer y realizar obras como las halladas en Altamira.
Cuando escribimos o pintamos tenemos establecido en nuestra mente que desde la soledad se puede expresar con pureza el raciocinio, lo que es cierto solo si se tiene claro que el concepto y la transmisión de información estará, deslastrados de una intención superficial de abarcar al espectador o receptor como si fuese una masa. Cuando se es honesto y consciente, sin importar el volumen de lectores, público o “consumidores”, se consigue un relevante resultado en el acto creativo: la conexión de persona a persona, es entonces cuando se genera un vínculo íntimo entre el autor y el otro. El gran descalabro de la actualidad es que la mayoría de quienes crean buscan invariablemente la complacencia de una enorme multitud, careciendo dicha obra los matices, los tonos y la profundidad del verdadero arte. Lo fatuo es la regla y lo inerte del pensamiento es el pilar desde donde se construye la comunicación, que paradójicamente, conlleva un mensaje que no comunica sino que aísla a los seres humanos porque no conduce a una reflexión, perdiendo vigencia, y que se centra en lo inmediato e irrefrenablemente perecedero.
El arte debería ser un estado iniciático del engrandecimiento de la consciencia en los individuos; toda obra debe plantear preguntas y respuestas sin cortapisas en la confrontación de ideas, es precisamente ese terreno el ideal para permitirnos el cuestionamiento de todo y el quebrantamiento de lo establecido. Es supremamente curioso cómo podemos apreciar que en el presente el arte se ha alejado de las grandes interrogantes que resumen la angustia del hombre en la contemporaneidad. Más allá de recrear, entre las primordiales funciones que tienen la literatura, la pintura, la escultura la música, el cine, es la obligatoriedad de dar contestación a las inquietudes y proponer paradigmas que expandan el debatir la razón.
La real importancia del arte se hace presente cuando existe la comunión entre la obra y el Ser. La creación disociada de un motivo relevante o alejada de la compatibilidad con su creador, sencillamente carece de sustento y es absolutamente prescindible, inocua y estéril; las ideas deben pujar, presionar y punzar la racionalidad, al permear nuestra psique, moviéndonos a un proceso mental de crítica e inagotable búsqueda.
Una sociedad es una infinita conexión de experiencias y visiones que se complementan o separan por medio del conocimiento global. La construcción de una semejanza y una plenitud del saberse como fracción de todo un sistema, comienzan con la identificación de los problemas, y una posterior acumulación de miles de respuestas irá perfilando nuestra condición individual, pero, aunque no existe una sola respuesta; la multiplicidad de vivencias configuran una diversa variedad de planteamientos y acciones que van a establecer una superficie sobre la que echará raíces la cultura de la colectividad. Es por ello, que la trascendencia del pensamiento es aquello que llega a impregnar la consciencia colectiva y que, cobrando anonimidad se manifiesta consuetudinariamente en el conocimiento general popular. Lo anónimo e impersonal se transfiguran como el gran arte, siendo aquel que se hace parte de la identidad; perdiendo un nombre se gana grandeza al ser repetido, comprendido y adoptado libremente por todos.
El arte en sí es un milagro pero no es un hecho aislado, la realidad maravillosa del milagro está en la capacidad de saber que lo magnifico que nos fascina reside en todo los instantes y en cada cosa representante de la vida, y que por ello existe perennemente. Cuando por fin comprendamos que somos piezas de una constante evolución de algo que escapa de la condición de individuos y que el valor de nuestras ideas está en que sean útiles, en ese estadio y desde el desprendimiento del yo, habremos alcanzado la trascendencia. La ofrenda más grandiosa que un artista puede ofrecer es el desarrollo pleno de su consciencia, que su visión y condición se vean reflejados en ese universal conjunto que nos ha construido como humanidad, el vasto océano de lo efímero.
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