Estas líneas están dirigidas fundamentalmente a destacar el valor de la familia, especialmente el rol del padre en la formación de la misma. Eso lo sabemos todos, pero el mensaje está destinado a los padres de familia que aún están al frente. También a quienes están incapacitados por cualquier circunstancia y a los lamentablemente desaparecidos.
Mi padre, Ángel María Álvarez Domínguez, nació en Camaguán, estado Guárico y junto al resto de su familia originaria se desarrolló entre esa población y San Fernando de Apure. Entró al telégrafo muy joven. Ocupó posiciones de primera importancia en casi toda Venezuela hasta que llegó al Zulia. Tirando las líneas telegráficas de la Costa Oriental del Lago, en Los Puertos de Altagracia, conoció a mi madre, Hilda Paz Galarraga. Se enamoraron y casaron ya en Maracaibo, donde nacimos los cuatro hijos de esa unión.
Murió muy joven para este tiempo, pero bastante mayor para entonces. Desapareció de este mundo a los 64 años. Salió del telégrafo y para ese final estaba dedicado al comercio y, entre otras cosas menores, administrando la familia que crecía aceleradamente. Para el momento de su sorpresivo fallecimiento yo estaba en quinto año de Derecho. No me vio graduado, pero yo estuve muy ligado a él. Lo acompañé en varias oportunidades a Camaguán y a San Fernando. También a la Hacienda Ceilán de don Sisoes Meléndez a su cargo y responsabilidad, en el municipio Baralt del Zulia, cerca de Mene Grande.
Mi padre sembró en mí la pasión por el campo en general y por la ganadería en particular. A Fernando, el hermano mayor con apenas año y medio de diferencia conmigo, nos enseñó a montar a caballo, a enlazar con sogas y mecates, a ordeñar circunstancialmente las vacas, a disparar y a entender profundamente todo lo que estas cosas significan en la vida. Jamás podré olvidarlo. Sus enseñanzas y su ejemplo han sido muy importantes en mi vida. Un gran padre y, modestia aparte, el núcleo originario de una gran familia.
Buena parte de esta familia desapareció, incluido Fernando, el mayor. Pero Estela, Iris del Valle y yo, estamos todavía a plenitud y sé que comparten plenamente todo lo dicho.
Pero el recuerdo se empaña con la tempranera noticia del domingo. La muerte de Roberto Luckert León. Nos graduamos juntos de bachilleres en el Colegio Gonzaga de Maracaibo. Fue jotarrecista, estuvo ya ordenado de cura en la iglesia Santa Bárbara, frente a la sede de Copei en el Zulia. Párroco de la Basílica de La Chiquinquirá, obispo de Cabimas y finalmente arzobispo de Coro. Nuestra unión y amistad será eterna. Siempre presente en todo lo familiar. Desde mi matrimonio, el de mis hijos, el nacimiento y bautizo de los nietos nacidos en Venezuela hasta su eterna preocupación por mi destino político. Fue a confesarme y darme la comunión cuando estuve preso en El Helicoide. Inolvidable.
Estoy seguro de que está al lado de Jesús y María. Pendiente de todo cuanto sucede en esta patria querida que pide a gritos su liberación definitiva. Para él nuestro emocionado recuerdo. Nunca estarás ausente. Gracias, Roberto.
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