OPINIÓN

El toreo y la cultura española

por Gonzalo Santonja Gonzalo Santonja

«Las cosas como son», suele decirse. Pero el problema precisamente suele ser ese, advertido por Bergamín en uno de sus aforismos: ¿cómo son las cosas? Pues en cuanto se refiere a los orígenes del Toreo, muy distintas al cuento de quienes se remontan a Creta o incluso al arte paleolítico de las cavernas, fantasías ante las que sólo cabe recordar aquello de Valle Inclán: «Me muero de risa,/ de risa me muero,/ tengo la camisa con un agujero».

En la civilización minoica, desarrollada al final de la Edad del Bronce (1700-1050 a. C.), se reconocía y exaltaba el poder del toro, animal venerado en ritos y ceremonias, pero sus juegos de saltos, acrobacias y quiebros no se equiparan y ni siquiera preconizan la verdad de la lidia, con el hombre cara a cara con el toro sin armas y solo provisto de los mal llamados engaños de la capa y la muleta, porque en realidad son desengaños. Y obviamente no es lo mismo quitarse cuando viene el toro que aguantar su embestida, templarla y mandar en ella.

En cuanto al arte de las cavernas y los supuestos juegos con el uro, basta con recordar sus kilos, proporciones y tamaño para que ese castillo de naipes se venga abajo. Arqueólogos y paleontólogos han iluminado sus proporciones. Por ejemplo, los bóvidos del Pleistoceno de los yacimientos de Torralba y Ambrona, datados en 370.000-350.000 y 243.000- 202.000 años a. de C, «tendrían una altura cercana a los dos metros, […] un peso superior a 1.500 kilos [y] unas afiladas astas de más de un metro de longitud» (Fuertes Vidarte, 2016).

¿Hombres con espada ante tamañas moles? ¿Toreros paleolíticos, mesolíticos o aun neolíticos? Y en qué material se forjarían esas espadas presuntas. Edades de Piedra, no en hierro ni en bronce o cualquier otro metal. ¿Quizás espadas de láser? Además, cuidado, mucho cuidado, con las interpretaciones abusivas del arte de las cavernas, sin duda un arte animalista, pero de ningún modo ‘narrativo ni escénico’, categorías de nuestro tiempo alegremente descontextualizadas. De ahí el rechazo de Germán Delibes de Castro en la lección inaugural del curso 2019-2012 de la Universidad de Valladolid «a identificar determinadas grafías geométricas con redes, con lazos, con cercas o con otro tipo de trampas», rechazo generalizado en la comunidad científica a unas ‘alegrías’ que dañan la consideración académica de la literatura taurina.

Rafaelillo, Juan de Castilla y Colombo lidiaron hace pocos días un encierro de Miura en Las Ventas, toros cuatreños de cabezas tremendas, de gran alzada y tres de ellos bastante por encima de los seiscientos kilos (el sexto, Escandaloso, de 637). Al margen de otras consideraciones, yo creo que a casi todos nos impresionó que pudieran con ellos. Pues bien, ¿cabe imaginar algún tipo de toreo, o aun de quiebros o saltos, ante animales que doblarían o hasta triplicarían de tamaño a dichos miuras?

Frente a ese despliegue de imposibles se alza la realidad inapelable de documentos y representaciones artísticas. El quid de la cuestión radica en el salto del uro al toro y en su proceso de selección y crianza, logros que yo (de momento) centraría entre finales del siglo X, cuando si Bermudo II de León quería un toro bravo tenía que mandar a sus monteros a capturarlo en las fragosidades de los bosques, y la segunda mitad del XII, época en que Rodrigo Pelagii, Rodrigo Pelayo, primer ganadero documentado (Wamba, Valladolid), otorgaba especial valor a la hora de testar a sus ‘uacis brauis’. Abundando en esta cuestión decisiva, acabo de localizar una tabla gótica que presenta una escena en la que por un lado se muestra una manada de toros todavía con apariencia de uros, asentados en un predio controlado por el hombre, mientras por otro aparece un uro que los observa desde unos riscos, solitario y expectante.

La figura del matatoros, denostada por Alfonso X, a mi juicio no ha sido valorada correctamente. La sociedad medieval se ordenaba estamentalmente en tres grupos: oradores, «el más alto estado que puede ser»; defensores, que abarcaba desde el emperador hasta el último caballero, «et el otro labradores», estado que incluía a «los ruanos et los mercaderes», la burguesía incipiente, división esta en España formulada por Don Juan Manuel en el ‘Libro de los estados’, mas por primera vez expuesta en ‘Les miracles de Saint Bertin’ del siglo IX («oratores, bellatores e imbele vulgus»). Pues bien, los matatoros rompían ese orden, hombres del pueblo destinados al trabajo de la tierra que en aras de su valor y de la capacidad de crecerse ante el peligro se ganaban la condición de hombres libres, lo que hizo de la Fiesta desde el principio un factor de progreso, característica flagrantemente ignorada por quienes la atacan desde la izquierda.

Acreditado en la Península el paso del uro al toro, lo mismo sucede con el de la lidia al toreo, proceso reflejado por el «roman paladino en qual suele el pueblo fablar a su vecino». Frente a lidiar de la ‘Primera crónica alfonsí’, del latín ‘litigare’, o sea, «burlar al toro lidiando con él», ‘torear’ se registra por primera vez en el español que nos une en 1554; ‘torero’, en 1534, y ‘toreador’, en 1550, fechas indicativas, como señaló Santiago de los Mozos, «de que algo debió de cambiar en la lidia de los toros» hacia mediados del XVI y a mi juicio desde finales del XV, cambio que marca el comienzo de la llamada corrida moderna. ‘Torear’, explicó De los Mozos, no es verbo denominativo sino elocutivo e implica una llamada al toro, esperándolo a pie firme, sin quiebros ni saltos, afrontando primero su embestida para progresivamente dominarla, templando y ligando, proceso decantado a lo largo del tiempo.

En definitiva y en consecuencia, la cría del toro bravo y los espectáculos taurinos, constatados desde mediados del XII, son anteriores a la fusión de los reinos de Castilla y León en 1230, bajo el reinado de Fernando III el Santo, y la corrida como hoy la conocemos empezaría a cuajar en la época de los Reyes Católicos, cuando se consolidó nuestra personalidad histórica. Así las cosas, resulta evidente que los toros y el arte de torear no serían frutos de la cultura española sino elementos constitutivos de la misma. Esta es la verdad y lo demás son cuentos.

Artículo publicado en el diario ABC de España