El señor presidente, la novela ya clásica de Miguel Ángel Asturias, premio Nobel de Literatura, ha sido recién publicada en la serie de ediciones conmemorativas de la Real Academia de la Lengua y la Asociación de Academias, una lista ilustre que encabeza El Quijote.
El dictador se convierte en la literatura hispanoamericana en una tradición que iniciaría en 1926 don Ramón del Valle Inclán con la publicación de Tirano Banderas. Pero, en realidad, la primera novela sobre este tema es El señor presidente, que Asturias empezó a esbozar en Guatemala en 1922, cuando tenía 23 años, y continuó en París entre 1925 y 1932. No se publicaría sino en 1946 en México, en una tirada casi clandestina pagada por la madre del autor.
En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los hechos nos desafían a relatarlos, se saben novela, y buscan que los convirtamos en novela. De allí esa fascinación incesante por las dictaduras y los dictadores.
Si repasamos las dictaduras centroamericanas en los años cuarenta del siglo pasado, nos encontramos con un verdadero bestiario político. Empieza con el general Jorge Ubico, en la misma Guatemala, disfrazado de Napoleón; sigue con el general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador, teósofo que daba por la radio conferencias espiritistas, y a quien no tembló el pulso para ordenar en 1932 la masacre de cerca de 30.000 indígenas en Izalco; el general y doctor en leyes Tiburcio Carías Andino, de Honduras, cuya divisa era “destierro, o encierro, o entierro”; y el general Anastasio Somoza García, de Nicaragua, con su zoológico particular en los jardines del Palacio Presidencial, donde los reos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.
El dictador, y la manera cómo las vidas son alteradas y trastocadas bajo su peso sombrío, siguió pendiente en nuestra literatura como una obsesión que no había manera de saciar, en la medida en que estos personajes de folklore sanguinario, que de tan reales se vuelven irreales, no desaparecían del paisaje. Y esta ambición narrativa repasa la historia, de atrás hacia adelante.
En Yo el Supremo, de 1974, Augusto Roa Bastos regresa al siglo XIX para retratar al doctor Francia, obcecado con la eternidad del poder mientras en la soledad de la Casa de Gobierno, frente a los bancales del río Paraguay, se lo va comiendo de puro viejo la polilla. Ese mismo año aparece El recurso del método de Alejo Carpentier, y al siguiente El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. Un ciclo que llega hasta La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, de 2010.
Como en un parque de atracciones, hay unos dictadores que resultan más atractivos que otros, y Estrada Cabrera se presenta como uno de los más singulares, porque se aparta del modelo de fantoches de casaca bordada y bicornio adornado con plumas de avestruz, como el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, de los sargentones de cuartel como Fulgencio Batista, o de los oportunistas que se inventan ellos mismos su grado de general de división, como Anastasio Somoza, llegados todos al poder por golpes de Estado, o fruto de las intervenciones militares. Estrada Cabrera, abogado litigante de juzgados de baja instancia, resulta más parecido en su atuendo de luto riguroso al psicópata François Duvalier, “Papa Doc”, presidente vitalicio de Haití, que era médico, y “bokor” o brujo de los ritos vudú.
Nacido en Quezaltenango, sus origines son de folletín. Hijo de Pedro Estrada Monzón, un antiguo hermano franciscano, fue abandonado por su madre Joaquina Cabrera a las puertas de un convento, lo que obligó al padre a reconocerlo. La señora era una humilde vendedora de dulces y alimentos, que entraba a las casas pudientes a entregar sus viandas, y fue apresada una vez bajo la falsa acusación de robar unos cubiertos de plata en una de esas casas. Fue escalando puestos burocráticos, pasó de la provincia a la capital, y por fin llegó a formar parte del gabinete del general Reina Barrios; y sin ruido y sin alardes, se colocó en posición de sucederlo.
Estrada Cabrera es un verdadero arquetipo del dictador, tal como un novelista lo querría: su habilidad para tejer las artimañas del poder, sus crueldades y su obsesión por el escarmiento y la venganza; su complacencia con el servilismo, sus extravagancias, entre ellas el culto que rendía a la diosa Minerva el último domingo de octubre de cada año, cuando organizaba las Fiestas Minervalias, para las cuales mandó levantar templos griegos, aún en los lugares más remotos, como los describe Aldous Huxley en Más allá del golfo de México.
Dentro de la visión que exalta lo arcaico como algo aún vivo, se inscribe el dictador que se momifica en la soledad del poder pensado para siempre, mítico porque nadie lo ve, como el señor presidente de Asturias. Su “domicilio se ignoraba porque habitaba en las afueras de la ciudad muchas casas a la vez”, y se ignoraba también “cómo dormía porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano, y a qué hora, porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca”.
Estrada Cabrera, el señor presidente, es el tirano enlutado, el expósito resentido, el leguleyo de provincias que se vuelve todopoderoso despiadado, el que no tiene amigos sino cómplices, el que utiliza el miedo como principal instrumento de sometimiento.
Desde luego, toda obra literaria es una construcción de lenguaje. Pero debe tratarse de un lenguaje capaz de ofrecer un mundo que siendo el mundo verdadero parezca otro y vuelva siempre a ser el mismo. Es lo que logra Asturias en El señor presidente. El portal del Señor poblado de mendigos que hablan delante de las sombras custodiadas por la policía secreta de Estrada Cabrera. Como los muertos de Juan Rulfo que hablan desde la oscuridad de sus tumbas.
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