Como un dios tunante, que utiliza su gran poder para burlar los pactos y actuar con arbitrariedad y alevosía, el régimen se dirige a la repetición del escenario del 2018: sacar del juego a la oposición auténtica y realizar unos comicios con una comparsa de aspirantes tarifados. La decisión de ese bufete partidista que es el TSJ de ratificar la inhabilitación de María Corina Machado, va en esa dirección.
Pero los tiempos han cambiado. Primero, porque la oposición -pese a sus diferencias internas- tiene aquello que se ha llamado curva de aprendizaje. Y, por otra parte, porque a Maduro y compañía ninguna de las últimas jugadas le han salido bien, como se puede ver en el éxito contundente de las primarias -pese al continuo y descarnado sabotaje que sufrió- y posteriormente con el rotundo fracaso del referéndum sobre Guyana, al cual habían apostado para crear una ola nacionalista que disparara su popularidad (lo que sí ha logrado, por cierto, Putin con su guerra en Ucrania, pero en unas condiciones y un contexto muy diferentes del nuestro) y galvanizara además el creciente desapego que al parecer existe en las FFAA.
El anterior aserto se comprueba claramente cuando observamos que después del anuncio del TSJ, la candidatura de María Corina no solo ha sido ratificada plenamente por la PU y demás fuerzas opositoras que la apoyan, sino que ha tomado un segundo aire después de ser parcialmente opacada por el aluvión propagandístico del infructuoso referéndum. Nuevamente ha sido victimizada y ella, con su característica firmeza de mujer venezolana echada pa’lante -como decimos coloquialmente- ha sacado provecho de la circunstancia, acelerando el plan 600K y levantando aún más el entusiasmo y apoyo popular. El régimen sigue alimentando su épica personal, y mientras más esfuerzo hace para sacarla del escenario candidatural, con seguridad eleva más los costos, tanto en el plano nacional como internacional, de esa jugada.
En este sentido, puede decirse que la decisión de Machado de mantenerse hasta el final es lógica y acertada, pues apuesta por desgastar aún más al debilitado capital político del régimen, así como a aumentar las posibilidades de que se produzcan nuevas tensiones y fisuras dentro del bloque en el poder, ante el inminente agravamiento de la situación económica y social que significa la reposición de las sanciones y el aumento del aislamiento internacional. Lo que está planteado en este momento, por tanto, es una lucha denodada por la habilitación de quien tiene un enorme arrastre popular y la condición de candidata legítima, adquirida gracias a las primarias del 22 de octubre.
Esto no significa que deba ignorarse la posibilidad de que, pese a todos los esfuerzos que se emprendan, el régimen finalmente se resista a la habilitación; pero ese sería un escenario sobrevenido a la que la oposición y María Corina deberán responder, en todo caso, solo en el momento que se concrete o se haga obvio que no habrá una rectificación; partiendo, por supuesto, de que hay consenso en mantenerse a como dé lugar en la ruta electoral. Pero la lucha tiene que ser concebida en los términos de que sí es posible -combinando tanto la presión como las herramientas de negociación y persuasión con el régimen- lograr finalmente esa habilitación y allanar el camino hacia una transición pacífica en el país.
Nos parece, en todo caso, que Maduro, Cabello, Rodríguez, Padrino y demás factores internos deberían sopesar con más cuidado los costos y los riesgos de mantenerse a toda costa en el poder, desechando prepotentemente la opción de continuar el proceso de entendimiento que se inició desde la Mesa de México en 2021. Realmente, el tiempo histórico de Maduro está más que agotado, y esto se hace extensivo, lógicamente, a todo el PSUV. Ellos están partiendo de un gran error al querer repetir el escenario de 2018, sin tomar en cuenta que su legitimidad y apoyo popular han llegado a una fase crítica, y lo que es aún más notable, que se han ido quedando patéticamente aislados dentro del variopinto conjunto de fuerzas y organizaciones que era el chavismo (el PCV solo ha sido la última guirnalda de una torta grande y larga de deserciones).
Los círculos dirigentes del PSUV se han ido cocinando en su propia salsa, como se hace palpable en el hecho de que dirigentes y funcionarios son rotados periódicamente en los mismos cargos y acumulan varias responsabilidades públicas al mismo tiempo. La nomenclatura se ha hecho cada vez más rancia y exclusiva, distanciándose de las bases y la dirigencia media. De hecho, la purga contra El Aissami, después de un año de haber comenzado, aún no ha terminado, lo que muestra que se trata realmente de una importante fractura en el bloque en el poder.
Simultáneamente, como es natural, hay un conjunto de líderes nacionales y regionales emergentes que reclaman nuevos espacios y también tienen aspiraciones a la presidencia; algunos de manera visible, como Lacava y Héctor Rodríguez, y otros de manera de más reservada (como los hermanos Rodríguez, y probablemente Tarek William Saab, con alto perfil por su labor en la Fiscalía). Y eso se traduce sencillamente en expectativas de tratar de salvar y renovar un proyecto político que llevó al país a la debacle.
Maduro -y también Cabello- deberían verse en el espejo de tantos caudillos en nuestra historia que después de parecer imbatibles han visto como el país, y hasta sus propias organizaciones, servidores y aliados, le han volteado la espalda (incluso pese a haber tenido, en algunos casos, éxitos relevantes). Y no tenemos que retrotraernos al siglo XIX -donde sobran ejemplos-, sino a los tiempos más recientes, con acontecimientos que todavía están frescos: Caldera tuvo que irse del partido que había fundado después de no aceptar el relevo generacional; a Pérez le pasó algo peor, siendo defenestrado de la presidencia y luego expulsado de Acción Democrática. Asimismo, el caudillo Alfaro Ucero -eterno mandamás del partido blanco- fue sacado sin contemplaciones de su tolda siendo candidato presidencial, por no entender ni aceptar el nuevo cuadro electoral y político que se desarrollaba en el país.
El eventual rompimiento del Acuerdo de Barbados, y el abandono de la vía de la transición pacífica y concertada, no solo se traduciría en la profundización de la catástrofe humanitaria y la agudización de las contradicciones sociales y políticas en el corto y mediano plazo, sino en dejar a un lado el entendimiento con la administración Biden, que ha sido un actor confiable y que ha cumplido los acuerdos con el régimen, dándole significativas concesiones a Maduro (más de la cuenta, sin duda); sufriendo el inminente riesgo de que nuestros vecinos del norte pierdan la paciencia o se endurezcan en cualquier nuevo proceso de negociación (esto aplica para Biden, y con mayor razón en el caso de Trump, si se impusiera en las presidenciales). Aquí ya no estaríamos hablando siquiera del escenario nicaragüense, sino del escenario cubano, un círculo más hondo en el infierno, si seguimos la alegoría de Dante Alighieri.
Si el régimen viera las cosas con más sutileza, y no prevalido de la prepotencia que dan el talante autoritario y el manejo discrecional del poder, entendería que no es una catástrofe perder las elecciones, y valoraría más las ventajas de la transición en el mediano y largo plazo, partiendo de que -pese a todo el desastre que han producido- el PSUV conserva un capital político que, aunque muy debilitado, podría rescatarse si se convierte en una organización verdaderamente deliberativa (y no el remedo cuartelario que es), reinsertándose en el juego democrático competitivo y siguiendo el camino que Petro, Lula y Boric, con sus falencias y limitaciones, han impulsado en la región, marcando la pauta de la izquierda democrática.
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