Los partidos son hoy colchas de retazos, en Occidente. Su crisis ocurre, incluso, en Estados Unidos, como lo muestran su Congreso, las incidencias internas de aquellos, y las complejas relaciones de uno y otros con el presidente Donald Trump, quien gobierna a través de Twitter.
Los pilares que fueran el Partido Socialista y la Democracia Cristiana italianos son piezas del museo romano. No los destruye una peste bubónica medieval, menos traficantes de ilusiones adherentes al posmarxismo globalizador o practicantes de la religión posdemocrática.
Los partidos peronista y radical de la Argentina, el conservador y liberal de Colombia, el adeco socialista o el humanista cristiano venezolanos, son precedentes del terremoto que aqueja por igual al Partido Popular y PSOE en la península.
Que en el ecosistema político sucedáneo y en forja confluyan, utilitariamente, los especímenes jurásicos que se reúnen alrededor del Foro de Sao Paulo, por haber llegado a la estación del tren de la historia antes, en 1991, a la espera de ocupar los primeros asientos del futuro que se escribe –es sugerente la obra de Harari, Homo Deus– no les ubica como autores ni les transforma en determinantes de lo que ocurre o sus perspectivas.
Que resulte inverosímil que las realidades más ominosas y amenazantes de la convivencia humana y política en boga se muestren tozudas, difíciles de revertir por los actores y las víctimas que se oponen a los desafueros del poscomunismo instalado en partes de Iberoamérica, durante las dos décadas precedentes y que ahora hacen cuna en la España, mejor sugiere la presencia de ese ecosistema distinto, incomprendido por las mayorías, ajeno a las convencionalidades conocidas.
No por azar, tirios y troyanos, en las mal llamadas izquierdas y derechas, a pesar de sus evocaciones al pasado, lo primero que han hecho es trastornar el lenguaje y sus símbolos, desfigurar sus contenidos, apelar desesperadamente a formas cambiantes –cambiando las retóricas, manejándolas al detal– para incidir en el amasijo de individualidades dispersas en el que se ha trasformado el mundo, durante los últimos 30 años.
¿A qué me refiero con todo esto?
El Homo sapiens que somos las generaciones más viejas, por apegadas a los sólidos conceptuales y los catecismos, probablemente estemos obstaculizando el desagüe de las generaciones que se miran en el Homo Twitter “cansiniano” y que, al caso, son más inteligentes que las nuestras y que las del Homo videns “sartoriano”, hijos de la TV, acríticos, para quienes no existe otra realidad que la de la pantalla.
El Homo Twitter se mueve en la liquidez, fluidamente, con espíritu instantáneo y desconfiado, ávido de experiencias y no de usos horarios o lealtades –ni afectivas, ni políticas, ni laborales, ni como parejas– y tanto como escribe, en 140 caracteres y es maestro de lo metafórico, anuda su lengua digital a las imágenes que le agradan o sosiegan sus arrebatos.
Sin embargo, sin desmedro de la descripción anterior o junto a ella, acaso como visual que nos muestra el bosque, vuelvo a lo que escucho decir a un investigador español de ciencia, tecnología y sociedad, Javier Echeverría, en el marco de un coloquio en el que participamos sobre los espacios lingüísticos y la mundialización, en París, en 2001. Afirma, con pertinencia, que ha emergido un espacio social nuevo que se sobrepone a los otros dos espacios históricamente conocidos: el del entorno rural y el de la ciudad o urbano, que tienen sus respectivas culturas y coinciden en estar atados al lugar y ser beneficiarias del tiempo, en crear costumbres y fijar tradiciones.
En los entornos señalados, radicalmente distintos del tercero y en curso, se habla de la plaza, del mercado, de la catedral, la tienda y la oficina, la casa familiar o el club social, como se aceptan autoridades, burocracias, palacios, parlamentos, partidos, se lee la prensa o el libro impreso. El espacio y el tiempo se relacionan con lo humano y saben de la velocidad y la finitud. En ellos la gente camina, se asienta, está presente, confronta a las élites directamente, tiene memoria crítica, se separa en grupos o en recintos físicos, o por lenguas, incluidas las políticas. Conoce la proximidad y la distancia, también su apego a la patria.
El tercer entorno, entre tanto, no está en la tierra sino en las “nubes”, hecho de redes, sin textura humana.
Sus ciudadanos, digitales o internautas, son transversales, viven aislados o en retículas transnacionalizadas. No caminan, se desplazan, pero a través del flujo electrónico y las autopistas digitales, de modo constante o inestable, al gusto. Ocupan los espacios globales y hacen infinitos, según se los permita la imaginación electrónica, y tienen memoria, sí, pero asimismo electrónica. No saben de raíces, pues el pasado y el porvenir lo modelan a diario y a conveniencia.
El tercer entorno “modifica profundamente las actividades sociales y humanas” desde ya: la guerra se hace ciberguerra; el dinero es electrónico e imaginario; la ciencia crea vida artificial; el derecho territorial para los iguales es paleontología; la plaza pública o política está en el periodismo subterráneo, sin editores, y la intoxican fake news; la religión se hace predica electrónica casera; y hasta el sexo se vuelve virtual, con su pornografía a cuestas.
Entre tanto, unos soldados y diputados luchan en Caracas por los espacios del Capitolio Federal, inaugurado en 1877 por el general Antonio Guzmán Blanco, el Ilustre Americano.
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