Lo abracé
Lo traté de salvar, no lo logré. Ya lo había salvado en otra ocasión. La primera, hace años cuando sospechosamente una compañía excedió el suministro de gas y estalló mi casa. Llanero, mi amado mastín, quedó calcinado después de la explosión. Rescatarlo de las quemaduras fue una auténtica prueba de amor. En esta ocasión, no pude salvarlo. Fue tristísimo verlo tendido en el piso sin poderse levantar.
Lo abracé, le agradecí su compañía de diez años fantásticos, lloré con él, lloramos juntos, nos despedimos, aulló, soltó lágrimas y murió.
Fue una muerte desconsoladora, pero hermosa.
Esa pena
En el destierro uno se sensibiliza y se sumerge más en los dolores y en los sentimientos. Eso que llaman estar “a flor de piel” es una angustia constante. Las tristezas calan más y los desasosiegos se alargan. No sé cuál sea la razón por la cual los aturdimientos afectivos se profundizan en el exilio, pero no hay un desterrado venezolano que no comparta conmigo esa impresión.
Quizá sea el haber perdido el país y todos los dramas asociados con esa pena, quizá sea el luto de observar como la tiranía lo arruina todo; pero la desolación venezolana es honda.
Lo experimenté con la muerte de mi Llanero.
El duelo
Me percaté de que llevó diez años fuera de Venezuela, sin disfrutarla, sin vivirla, sin respirarla, cuando a Llanero le dejó de latir el corazón. Recuerdo que me lo regalaron un mes después de que Rodríguez Torres y Chávez me intentaron encarcelar en 2011. Así entendí que tengo diez años sin ver el Ávila, sin bañarme en las costas de Caruao, sin anegarme en Los Roques, sin deleitarme en Canaima. Diez años sin mi acento, sin mi lenguaje, sin mi cultura, sin mi gente.
El duelo se alarga y cala más por el disgusto de no vivir en nuestro país. Diez años sin Venezuela, sin Caracas, sin venezolanos. No es fácil.
Diez años fuera y la conciencia llega por una muerte.
Sin Venezuela
Escucho a cubanos, rusos o chinos quejarse de su largo e irremediable exilio, sumado a la improbable esperanza de volver algún día, oigo sus conversaciones trágicas, cargadas de una nostalgia desgarradora, y me asusto, ¿será que volveremos algún día a Venezuela? La muerte de Llanero me hizo entender que el tiempo se desvanece en el destierro, entre amores y desamores, entre tristezas y alegrías, siempre sin Venezuela.
Este texto es una reflexión íntima, venezolanista, sobre el drama que nos consterna a los venezolanos en el destierro. No es un análisis, es un sentimiento.
Todo cambiará, sólo nuestra memoria permanecerá intacta.
No volver
Llanero murió y mi tristeza ha sido larga, no sólo por la pérdida del majestuoso compañero y amigo, su memorable y leal compañía de día y de noche, su belleza a un tiempo hispana e histórica, sino porque me hizo consciente del destierro y la lejanía venezolana. Pasan los años y los venezolanos seguimos en el exilio, entre la memoria y la nostalgia, con la esperanza de volver, una esperanza que se desvanece con cada muerte.
El duelo no se analiza, se siente, y mi interés no es llegar a conclusiones contigo, mi deseo es que sintamos juntos la angustia de no volver a Venezuela.
¿Lo has pensado?
Tenue martirio
Abracé a Llanero y recibí el tenue martirio de su última lágrima, lo abracé fuerte y me hundí en su monumentalidad y pelambre, fue una muerte tristísima y el duelo ha sido largo, pero más largo por el destierro. No quiero pensar en la esperanza de volver ni alimentar mis días de nostalgias. El tiempo transcurre y nosotros –los venezolanos– permanecemos en el destierro. Seguirán ocurriendo muertes que nos harán más conscientes de nuestra tragedia.
No es tiempo de análisis porque no hay nada que analizar. Es tiempo de sentir y de expresar nuestros sentimientos. Sin bochorno, sin pena.
Somos venezolanos, los desterrados del siglo.
Siéntelo…
@tovarr
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