El talón de Aquiles del populista es él mismo. En el núcleo de la personalidad del líder populista subyace una tragedia: la desesperada necesidad de aplauso. Puesto que su deseo es irreversible, insaciable e ilimitado, está destinado a terminar mal. No se detiene nunca. Está siempre en búsqueda de gratificación. Una vez que ha accedido al poder, el adicto a las fáciles alabanzas hará lo inimaginable por permanecer en él. Y es que el poder, en la visión del sujeto populista-carismático es un gran y exclusivo escenario dispuesto para sus continuos performances, para sus insistentes monólogos.
En la percepción del sujeto populista-carismático, las personas, los hechos y la realidad, no son tales, sino accesorios para uso de su puesta en escena. En primer lugar: no le importan las personas. De allí proviene su facilidad para abusar de la palabra pueblo, porque en su lengua no es sustantiva. El pueblo no es más que una consigna carente de contenido. Nada le cuesta, nada le impide erigirse como la voz del pueblo. Porque, en esencia, de eso trata la operación mental del sujeto populista-carismático: se asume como la encarnación misma de la totalidad social. Él es el pueblo, su síntesis, su anhelo.
Dos son los géneros predilectos del populista-carismático: el primero, la denuncia exacerbada, radical y, la mayoría de las veces, infundada. Denunciar, repartir culpas, desconocer la complejidad. Su objetivo consiste en poner en circulación un estado de ánimo según el cual, cada persona, cada familia es víctima de poderes oscuros, de conspiradores eternos e invisibles, que él enfrentará y derrotará para beneficio de todos.
El segundo género de su preferencia, contracara de la denuncia, es el de la promesa irrealizable. El populista-carismático es un fabricante de absurdas ficciones. Hay en el reportorio de las soluciones que ofrece a la vida en común un fuerte componente de pensamiento mágico: como si las complejidades de la desigualdad social, de la economía o de la transmisión de conocimientos pudiesen destrabarse o solucionarse con palabras amenazantes, acciones unilaterales, obstáculos y prohibiciones. El “pensamiento” del populista-carismático tiene como su marco de acción una tarima donde predominan la acusación descabellada y las soluciones más descabelladas todavía.
Porque tiene su visión puesta en el inmediatismo del presente –su necesidad de loas y aplauso no puede esperar–, el populista-carismático tiene grandes sueños, ambiciones desmedidas, pero es ajeno, por ejemplo, a la planificación. El futuro del que habla solo existe en su imaginación: un reino de felicidad, eterno, gobernado por él mismo. Y entre la realidad de hoy y el trayecto hasta el cumplimiento de ese reino utópico no hay nada. Nada. No hay políticas públicas. Ni ejercicios de planificación sostenible. Ni planes económicos que garanticen los recursos necesarios. Ni mucho menos decisiones que se constituyan en estímulos para los agentes productivos. La cuestión es esta: la populista es una mentalidad estructuralmente antiproductiva. Detesta las motivaciones del emprendedor, la fuerza interior de la persona de trabajo, siempre impulsada por una legítima búsqueda de autonomía.
Este es el sujeto populista-carismático: uno que divide a las personas entre amigos y enemigos. Uno que no escucha, sino los dictados de su monólogo circular. Uno que se cree síntesis de todos los conocimientos necesarios para gobernar el mundo. Que se asume como infalible. Y, esto es crucial, uno que confunde su visión de sí mismo y sus deseos con las incalculables realidades del mundo. Dicho sumariamente: no hay vastedad, no hay complejidad, no hay procesos, no hay campos de fuerza, no hay caos, no hay ciclos, no hay variables, no hay tendencias. Lo que hay es un sujeto predestinado, él mismo, con su discurso reducido a tres factores: víctimas, victimarios y un salvador que se ofrece, nada menos, que como un dios terreno.
Una vez instalado en el poder, la patología del populista-carismático se potencia: dicta medidas ajenas al carácter de los hechos y a la viabilidad de las soluciones. Mira la realidad como quien se mira en el espejo. No ha dejado de pensar en sí mismo. Y así inicia su implacable tarea destructiva: falsea la historia, tacha y borra la memoria para imponer versiones a su gusto, establece las bases del culto a su personalidad.
El populista-carismático es un sujeto voraz: se siente dueño de todo. Es un devorador: cambia el rumbo de las instituciones o las erosiona, modifica las leyes para que ellas sean un corpus para beneficio personal, desconoce la meritocracia, desconoce la legitimidad de los deberes, hace crecer el ámbito de su jurisdicción y de sus derechos, cambia los modos del lenguaje y miente. Miente siempre. A medida que transcurre el tiempo, mentir se vuelve su más afinada y persistente especialidad.
Pero, finalmente, resulta en un sujeto trágico, como sugerí al comienzo. Trágico porque se entrega a las sospechas, a las conjeturas, mientras la realidad que lo rodea se convierte en un territorio en ruinas. Trágico, porque los aplausos menguan, la popularidad declina, las realidades, siempre tozudas y más firmes de lo que parecen a primera vista, lo doblegan. Trágico porque, al final, llega la hora y el minuto en que las víctimas del populista se levantan, dicen no más y dan la espalda al delirante.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional