No voy a referirme al “suicidio político” de nadie. En Venezuela, ya los hay en tal cantidad que la lista es larga. Voy a referirme, literalmente, al suicidio, a ese dato señalado por las estadísticas, las pocas que hay en el país, que nos hablan de 162 personas que han decidido quitarse la vida y de 32 que lo han intentado en lo que va de este año hasta el mes de mayo. Sin contar las subregistradas bajo el eufemismo de “muertes de intención no determinada”.
Según la periodista, que hace un muy buen artículo en El País de España, eso significa que a final de año tendremos que 400 personas (1,2 suicidios por día) habrán tomado la drástica decisión de matarse, en otras palabras, de que “la vida no vale la pena”.
No es un problema que surgió este año. Desde 2015 el país ha experimentado un aumento significativo del suicidio, incluso en niños y jóvenes.
Este año han sido muchos venezolanos, especialmente hombres entre los 30 y 64 años y jóvenes entre 15 y 23 años, según las estadísticas citadas en dicho artículo, que han tomado esa decisión, lo cual habla del estado de ánimo actual de una sociedad que hasta no hace mucho la propaganda oficial nos decía, hasta la náusea, que Venezuela era el segundo o tercer país más feliz del mundo, hasta el punto de que para gestionar tanta felicidad Chávez creó el Viceministerio de la Felicidad, porque tanta felicidad debería tener una gerencia con estatus gerencial.
En el Mito de Sísifo, Camus señala: “No hay más que un problema filosófico serio: el suicidio” y que responder a la cuestión de si “vale la pena vivir la vida” es la pregunta fundamental de la filosofía. Pero todos sabemos que en Venezuela el suicidio que, por las estadísticas mostradas, es ya un fenómeno socialmente visible (Durkheim diría que es “un hecho social”) nadie se suicida motivado por un argumento ontológico.
Hay causas multifactoriales que deben ser necesariamente investigadas, especialmente, el hecho de que 40% de los suicidios se registra en el estado Mérida: la crisis económica y el estrés que produce en la gente que vive en la más absoluta precariedad, el éxodo masivo, que hace del país, un “país de adioses” (Así dice Rulfo de Comala, en Pedro Páramo), esa huida del país que rompió miles de proyectos de vida, que fracturó la continuidad de una vida cotidiana, esa cosa gris en gris que nos proporcionaba la seguridad, la identidad y la saludable certeza de que una vez que nos despertábamos por las mañanas, las cosas seguían allí, porque no hay nada que produzca más placer que el orden y la continuidad de una existencia sin sobresaltos.
Pero hay más, por ejemplo, los duelos no superados de las muertes de seres queridos producidos por la pandemia, que se fueron de esta vida en medio de la más absoluta soledad y desatención y la confirmación que, después de todo, de tanta riqueza malgastada y sustraída por los que han detentado el poder, Venezuela es un país de pobres.
Hace años cuando alguien se suicidaba, la gente se dedicaba a indagar sobre “las penas íntimas” o las dolencias ocasionadas por alguna “enfermedad incurable” sufrida por quien había optado por quitarse la vida. Ya lo he dicho, y se ha dicho, sobre las causas multifactoriales que hoy son la causa del significativo número de suicidios que se producen en el país y seguramente habrá personas que hayan apostado por la “violencia autoinfligida” para matarse por alguna pena de amor, pero hoy había que explorar como la situación antes descrita “ha afectado el estado emocional y personal” de los que se han quedado, también de los que se han ido del país que hoy ha sido privado de sus ilusiones y de sus esperanzas.
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