Cuando los historiadores del futuro analicen lo que ha ocurrido en Chile en los años finales de la segunda década de este siglo, se preguntarán perplejos cómo fue posible que el país más exitoso de la historia de América Latina decidiera, por una abrumadora mayoría, destruir la institucionalidad que le había permitido convertirse en referente regional.
Especularán que el sistema había fallado, pues no lograba satisfacer las demandas de la ciudadanía y formularán todo tipo de teorías acerca de fuerzas sociales misteriosas que nadie anticipó. La verdad, sin embargo, es que el suicidio de Chile era previsible y algunos veníamos advirtiendo hace más de una década que ocurriría.
Y es que hace muchos años que Chile viene cultivando un estado depresivo mediante un discurso público flagelante, que se negó sistemáticamente a reconocer el progreso que habíamos conseguido mientras se encargaba de demonizar al mercado, a los empresarios, al lucro y a todos aquellos principios que nos habían sacado de la mediocridad que históricamente nos había caracterizado.
Este discurso sumió a los chilenos en una depresión que a su vez los llevó a odiar lo que habían construido. En otras palabras, la raíz del problema chileno fue psicológica. En su best seller 12 Rules for Life, Jordan Peterson sugiere una regla de salud mental que Chile claramente no aplicó: compárate con el lugar en el que te encontrabas antes y no con el lugar en que están los demás.
En el caso de Chile la evidencia de superación es irrefutable. La inflación crónica, que había alcanzado un peak de más de 500% en 1973, cayó por debajo del 10% en la década de 1990 y por debajo de 5% en los años 2000. Entre 1975 y 2015, el ingreso per cápita en Chile se cuadruplicó hasta alcanzar los 23.000 dólares, el más alto de América Latina. Como resultado, desde principios de la década de 1980 hasta 2014, la pobreza se redujo de 45% a 8%.
Varios indicadores muestran que este “milagro económico” benefició a la mayor parte de la población. Por ejemplo, en 1982 solo 27% de los chilenos tenía un televisor. En 2014, 97% lo tenía. Lo mismo ocurre con los refrigeradores (de 49% a 96%), lavadoras (de 35% a 93%), los automóviles (de 18% a 48%), y otros artículos. Todavía más importante es que la esperanza de vida aumentó de 69 a 79 años en el mismo período y el hacinamiento en las viviendas se redujo de 56% a 17%. La clase media, según la definición del Banco Mundial, aumentó de 23,7 % en 1990 a 64,3% en 2015 y la pobreza extrema se redujo de 34,5% a 2,5%.
En promedio, el acceso a la educación superior se multiplicó por cinco en el mismo período, beneficiando principalmente al quintil más bajo, que vio su acceso a la educación superior multiplicado por ocho. Esto es coherente con el crecimiento de los ingresos en los diferentes grupos socioeconómicos. Si bien entre 1990 y 2015 los ingresos del 10% más rico crecieron un total de 30%, los ingresos del 10% más pobre experimentaron un aumento de 145%.
A su vez, el índice de Gini cayó de 52,1 en 1990 a 47,6 en 2015. Si se mide la desigualdad de ingresos dentro de las diferentes generaciones, la reducción es aún mayor. Otros indicadores de desigualdad también muestran una reducción de la brecha entre los ricos y el resto de la población. El índice de Palma, que mide la desigualdad de ingresos del 10% más rico en relación con el 40% más pobre, se redujo de 3,58 a 2,78 en el mismo período de tiempo, mientras que la relación entre los ingresos de los quintiles más bajos y los más altos disminuyó de 14,8 a 10,8.
Además de esta disminución de la desigualdad de ingresos, un informe de la OCDE de 2017 mostró que Chile tenía mayor movilidad social que todos los demás países de la OCDE. Chile también ocupaba la posición más alta entre las naciones latinoamericanas en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas. Nada de eso importó, porque una élite política e intelectual populista, progresista y conservadora social cristiana, convenció a la ciudadanía de que el problema del país era la desigualdad y el “neoliberalismo” y comenzó a comparar a Chile con Suecia y Noruega sin reparar, por supuesto, en los niveles de productividad, baja corrupción, eficiencia estatal, ingreso per cápita o libertad económica de esos países.
Así se instaló la idea de los “derechos sociales” que abrazó la población esperando que el Estado mágicamente le proveyera de los recursos que le faltaban para vivir mejor. El reciente referéndum, que dio a la nueva Constitución un respaldo aplastante, es nada más que el último paso en el giro que, movido por la depresión y falta de fe en sí mismo, Chile dio en el camino hacia un Estado omnipotente.
Un Estado cada vez más corrupto e ineficiente que las élites de siempre han capturado en su propio beneficio mientras convencen a la masa de que todo lo que hacen es “por justicia social”.
Mientras tanto, los capitales se van del país, la inversión se seca, el gasto fiscal – y la deuda- explotan y la inestabilidad política se agudiza. Nada de esto, como es obvio, se resolverá con una nueva constitución sino por el contrario: se agudizará. Pero la suerte ya está echada; el suicidio de Chile parece asemejarse cada vez más al que cometió hace casi un siglo la vecina Argentina. Un suicidio de manos de una ideología tan ponzoñosa y resistente que parece admitir resurrección.
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