El país sigue en picada, en derrumbe y deterioro económico, político, educativo y catástrofe moral, pero a pesar de los feroces aires trágicos persisto en sentirme acompañado por unas navidades sin pinos esta vez, sin estrepitosos fuegos artificiales y hallacas muy básicas, peores que las de mi mamá. Beneficiosas invitaciones a casas de mucho vuelo y mesas bien servidas que en cierto modo compensan los largos días de desaliento en los que, en lugar de Santa o del desaparecido Niño Jesús, quien aparece cada vez más implacable es el socialismo bolivariano.
Pero Mauro Durant vino a mi casa después de diez años de ausencia porque decidió un día irse a vivir a Londres y dejó de ser el eje de la firma Durant y Diego, célebre por el diseño de modas. Con él llegó algo de la Navidad: su propio encanto personal, su voz, el afecto que siempre ha sostenido hacia mis hijos, con los amigos de mis hijos y hacia mí mismo y un pequeño Christstollen, o simplemente stollen, el pan navideño alemán que arrastra consigo al menos siete siglos de haber sido creado en la ciudad de Dresde. La exquisitez del pan viene acompañada de una breve nota que cuenta una fascinante historia que me apresuro a transcribir.
En sus inicios, la elaboración del stollen era bastante sencilla. Bastaba mezclar harina, levadura, agua y aceite, ya que durante los días de Cuaresma se renunciaba a comer huevos, mantequilla y leche. Con el paso de los años, se fueron agregando ingredientes como frutas, pasas, esencias, almendras, avellanas, etc., hasta llegar a la versión que se conoce hoy en día.
En un principio, dice la nota explicativa, era un postre exclusivo de la nobleza, pero en 1730 Augusto II de Polonia encargó un stollen de 1,8 toneladas que se distribuyó entre 24.000 personas. Esto determinó que se extendiera a todas las clases sociales y allí empezó el famoso Stollenfest que se celebra el sábado antes del segundo adviento.
A esto se agrega que para algunos, la forma del stollen se asocia a la imagen de un niño recién nacido envuelto pañales porque su cobertura es de polvo de azúcar lo que tiende a figurar como el niño que nació en el pesebre.
De manera peregrina hay quienes insisten en figurar a nuestra terrenal hallaca con la divina imagen del Niño sólo porque está envuelta en hojas de plátano.
Conocemos más al panettone italiano que al dulce stollen alemán. El italiano a diferencia del alemán es blando y esponjoso. Me da la impresión de que nosotros nos conformamos con el pan de jamón en las navidades venezolanas a sabiendas de que lo único venezolano del pan de jamón es llamarse pan de jamón porque si a ver vamos ninguno de sus ingredientes es de acá. En eso el pan de jamón es como cada uno de nosotros: somos venezolanos porque arrastramos ingredientes de otras etnias y culturas. Creemos descender de Guaicaipuro y de Tamanaco cuando en verdad somos herederos culturales de los griegos y el pan de jamón que realmente somos es un amasijo de varios mestizajes.
Es una pena que los nutricionistas que conozco, perfectos profesionales universitarios, por la grima que le produce el consumo de azúcar desaprueben frutas como el cambur, la lechosa, la guanábana, la patilla y propongan moras, fresas, peras y manzanas, y en algunos casos fruta de pan y un semeruco inexistentes en el mercado cercano a mi casa. Nunca entenderé cómo racionan mi ingesta de pastas cuando Italia tiene una población de casi 60 millones de habitantes que comen toda clase o variación de pastas y mi adorable amigo Giuseppe di Filippo elabora en Caracas las mejores del mundo. Sugerir frutas de otras latitudes y desechar las de mi propio país solo por temor al azúcar es, metafóricamente, convertirme en un desamparado de la funesta diáspora venezolana.
Es una pena que Mauro solo visita al país esporádicamente, pero anima a los nutricionistas saber que no celebramos la Navidad con un pan dulce alemán sino con un pan de jamón que solo tiene de venezolano llamarse «pan de jamón».