¿Cómo nace el cuadro del pintor, la obra literaria, el texto que aparecerá mañana en el periódico, los sonidos que habrán de quedar anotados por siempre en la partitura? Para muchos, basta una mancha sobre el lienzo, o sobre la superficie que elija el artista, para convertirla en cómplice de sus deseos expresivos. A veces, resulta suficiente impulso una alteración de la materia, un punto, una letra, una palabra o un sonido para que el arte se manifieste. Le ocurría a Gabriel García Márquez, porque dijo una vez que Cien años de soledad comenzó en el instante en que al desgaire escribió dos palabras: “Mucho después”, que luego conocerían un torrente de turbulenta belleza imaginativa, el desparpajo de contar con cara de palo historias inverosímiles como hacía su abuela, y una manera deslumbrante de adjetivarlas.
El milagro estriba en reconocer y aceptar que en la simplicidad de las cosas, en una hoja, en una piedra o en una mancha sobre la pared existe un universo secreto que puede alcanzar proporciones monumentales y movimientos que no conocen término alguno porque van multiplicándose, a medida que forman parte del deseo de expresar el propio movimiento de nuestra imaginación. Van generando nuevas vidas, se renuevan y adquieren más movimientos. Y, a la larga, son ellos los que activan la obra del pintor o marcan en Dumas las arrebatadas aventuras de unos mosqueteros, o la mediocre existencia de Emma Bovary. Pero hay algo aún más sorprendente: hay silencios dentro de la música del compositor y en el alma de los personajes creados por el escritor y en los colores y las formas que el pintor va descubriendo en sus cuadros. Y es entonces cuando nos sacude la potencia del arte, porque nos desafía para que escuchemos el estruendo que se oculta en el silencio, la vida que se agita dentro de la piedra que nadie ve en el camino, pero que ella observa a todo el que pasa; y los secretos terminan convirtiendo en laberintos los pliegues de la arrugada hoja de papel que encontramos debajo del escritorio. El arte se manifiesta en todos nuestros gestos y miradas. Una vida insólita que se remueve en las formas y en los colores del cuadro, es decir, un movimiento que se perturba a sí mismo en su propia inmovilidad. Y en esto consiste el arte que comienza con una letra, con un sonido o con una pequeña mancha de color: dar vida a lo inexistente.
¿Es competencia exclusiva del artista que cree distinguirse de los demás porque supone que tiene una señal en la frente? No. Lo hace Giuseppe di Filippo, un moderno alquimista que elabora pappardelle, fetuccini y tagliatelle superiores a los que pueden elaborarse en toda la Toscana; mi hijo Rházil es un poeta que se expresa con luces y sonidos y es capaz de iluminar una represa y crear solamente con luces el amanecer trágico de Cio-Cio-San, la geisha de apenas 15 años traicionada por B. F. Pinkerton, un oficial de la Armada estadounidense.
Conozco a una Rana Roja, ágil y elástica que acompaña a todas partes a Menena Cottin, escritora y diseñadora de libros, una bella y extraordinaria mujer que sabe visualizar los pensamientos más abstractos y densos y expresar en imágenes a veces cándidas, pero poderosas, las profundidades de la luz, del amor y de la solidaridad: tres presencias que permanecen desterradas del país venezolano. Y están los poetas y los buenos artistas sagrados, como la lluvia que cae y fertiliza al mundo. Siendo víctima del oprobio y del infortunio, escucho, sin embargo, los sonidos que se esconden en el silencio y afortunadamente encuentro allí a Salvador Garmendia y a Rafael Cadenas.
Personalmente, me hice escritor cuando descubrí y escuché que, oculta en las palabras, discurre una música envolvente y perturbadora, y desde entonces acaricio las palabras y les ofrezco amor y tolerancia y las trato como si fuesen la cobija que doblo cuidadosamente, porque la considero sagrada ya que me protege del frío; y al cuidarla, ¡sacralizo mi propia vida!
Soy demasiado occidental y llevo cuatro años tratando infructuosamente de superar el elemental ejercicio zen de escuchar el rumor de los árboles cuando no sopla el viento y sé que jamás lograré escuchar el sonido de una mano.
Pero creo que al convertirnos en verdaderos artistas renunciamos en gran medida a ser nosotros mismos; y será lo mejor que nos pueda pasar, porque alcanzaríamos no solo la seguridad de nuestro destino sino la universalidad de nuestra propia vida, y el país viviría con nosotros libre y victorioso, un país capaz de escuchar el sonido de una mano.
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