El pasado 4 de octubre se celebró en la Ciudad del Vaticano, la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. El primero de los dos planificados (el siguiente será en octubre de 2024), del proceso general denominado “Sínodo de la Sinodalidad”, iniciado en octubre de 2021 en diferentes planos territoriales y culturales, y que ha de concluir en 2024. Un Sínodo, según estipula el canon 342 del Código de Derecho Canónico es “(…) una asamblea de obispos escogidos de las distintas regiones del mundo, que se reúnen en ocasiones determinadas para fomentar la unión estrecha entre el Romano Pontífice y los Obispos, y ayudar al Papa con sus consejos para la integridad y mejora de la fe y costumbes y la conservación y fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, y estudiar las cuestiones que se refieren a la acción de la Iglesia en el mundo (…)”. Debemos recalcar que es una asamblea de obispos “escogidos” de diferentes regiones para auxiliar al Sumo Pontífice en temáticas teológicas (fe) y otros aspectos socio-culturales con el fin de “conservar y fortalecer la disciplina eclesiástica” y la “acción de la Iglesia en el mundo”. De esta manera, un Sínodo no es para que el pueblo de Dios hable y explique problemas -aunque no está vedado el análisis de estudios sobre opinión- así como tampoco para buscar “caminos” que alineen a la Iglesia con el mundo. La Iglesia no necesita alinearse con ningún aspecto terrenal, sino que su misión institucional contemporánea, perfectamente galvanizada en el Concilio Vaticano II, es la de facilitar el encuentro con la fe verdadera, con el Dios del amor y la comunión con Cristo, nuestro Señor.
Este Sínodo, que debería ser de mayor impacto, pues, intenta introducirnos en lo que el Instrumentum Laboris califica como una “Iglesia cada vez más sinodal: comunión, participación, misión” (n° 7, p. 9); en comparación con el Concilio Vaticano II, luce desapercibido y hasta sudversivo. En tiempos donde la información viaja en segundos de continente a continente, poco ha sido el foco prestado por los medios de comunicación para hacer referencia a la importante doctrina que, o bien consolidará la ortodoxia católica, o, por otra parte, abrirá las puertas hacia el peor de los sincretismos, llevando a más almas atrapadas en la pecina rutinaria, hacia el error y la oscuridad. A diferencia de los vientos que soplaban en occidente a principios de los años 60 del siglo XX, hoy, existen permanentes cuestiones que ya no se centran en ateísmo o religiosidad, en rebeldía o tradición, en fin, lo que alguna vez fue una trampa dialéctica, nos enfrenta como especie, hacia los cimientos mismos de la esencia humana: somos seres o no lo somos.
Cuando aparece publicada la Carta Encíclica Rerum Novarum, su Santidad León XIII se preguntaba sobre estas cuestiones nuevas que asaltaban la vida de los cristianos (vgr. socialismo, revolución industrial, pobreza, exclusión, negación a Dios, etc.). San Juan XXIII, Pontífice convocante del Concilio Vaticano II, además de estas preguntas, indicaba la necesidad de “(…) abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y para que desde afuera pueda verse el interior (…)” (AAS, Vol. LI, 1959, pp. 65-69). El resultado sería una Iglesia más fiel a su misión, más organizada y observadora de todos los problemas de nuestro tiempo. Basta con revisar el cambio metodológico significativo en las nuevas Encíclicas, como por ejemplo, Mater et Magistra (1961) y Pacem in Terris (1963), así como, la Constitución Apostólica Gaudium et Spes (1965). Se aprecia la magna labor de los padres conciliares por llevar a cabo esa gran cruzada de evangelizar nuevamente al mundo, pero, sin ser del mundo. Revísese la prensa y las toneladas de papel producida post-concilio, para llegar a la conclusión que casi todo ese proceso de “aggiornamiento” había sido cumplido a cabalidad y no había dejado a nadie “indiferentes”.
En 1991, cuando se celebraron los primeros 100 años de la mítica Rerum Novarum, San Juan Pablo II, en pleno proceso de reconfiguración del mundo tras la caída del Muro de Berlín, también nos decía, en la Centesimus Annus: “(…) Invito además a “mirar alrededor”, a las “cosas nuevas” que nos rodean y en las que, por así decirlo, nos hallamos inmersos, tan diversas de las “cosas nuevas” que caracterizaron el último decenio del siglo pasado. Invito, en fin, a “mirar al futuro”, cuando ya se vislumbra el tercer milenio de la era cristiana, cargado de incógnitas, pero también de promesas. Incógnitas y promeas que interpelan nuestra imaginación y creatividad, a la vez que estimulan nuestra responsabilidad, como discípulo del único maestro, Cristo (cf. Mt. 23,8), con miras a indicar el camino a proclamar la verdad y a comunicar la vida que es él mismo (cf. Jn 14,6) (…)”. Ese mirar nos llama no para cambiar lo que somos, así como tampoco para mezclar los universos, pues, el mundo seguirá siendo el mundo, y la Iglesia Católica la Iglesia Católica. Lo importante es que descubramos las “promesas” que nos oteó el gran y santo Papa peregrino y viajero.
Ya en este cuarto tramo del siglo XXI, el Sínodo de la Sinodalidad ha recibido poca atención, máxime cuando éste, según el Instrumentum Laboris (n° 10, p. 8) refrenda que se “escuchó al Pueblo de Dios, pero no como afirmaciones o toma de posturas”. Esta última oración es clave, dado que la contaminación del pensar dialéctico siempre nos arrincona erróneamente en entender que todo debe ser producto de la confrontación de visiones, del contraste y el permanente descarte. Sólo con la dialéctica se obtiene un pensamiento genuinamente débil, encaminado siempre a cuestionar por cuestionar y a enfrentar ideas por enfrentarlas. El día que la escuela y universidad venezolana desechen esta manera de pensar, encontraremos nuevamente el camino y lenguaje hacia el desarrollo y el encuentro ecuménico. Pero, mientras estemos en una permanente dialéctica, solo se beneficiarán quienes la promueven, sea cual sea la barricada configurada por el estatus quo.
Una Iglesia católica sinodal es un reto pero también un gran peligro por los momentos donde las cuestiones nuevas no tienen ninguna relación a las asimetrías económicas o sociales, sino, en la duda sobre si puede una persona humana considerarse género “humano o canino”, por solo mencionar. En tiempos donde prevalece no el talento intrínseco de la persona sino sus preferencias, pivoteadas desde el falso universo de las redes sociales, sobre si nace biológicamente como ser masculino pero se siente “femenino”, o viceversa, lo más lógico es que todos los católicos estemos más pendientes sobre el futuro de la Iglesia. Muchos de antemano nos refutarán esta afirmación, algunos con legitimidad porque la preocupación sea mayor en cómo sobrevivir ante el colapso del país. No quito mérito a la crítica, pues, también sufrimos la quiebra nacional de las instituciones. Sin embargo, si perdemos la línea de horizonte hacia donde encontraremos el camino, lo demás es supérfluo por no decir rédito de la ignorancia.