OPINIÓN

El Síndrome del Silencio: Cómo la casta anula nuestra voz

por Roberto Ramírez Basterrechea Roberto Ramírez Basterrechea

En Venezuela, el silencio no es casual ni inocente. Es el resultado de una estrategia profundamente calculada por una clase parasitaria que ha convertido el miedo en una herramienta de control y el silencio en su victoria más contundente. Este fenómeno, que llamo “El Síndrome del Silencio”, no solo afecta la capacidad de las personas para hablar, sino que ha erosionado algo más fundamental: como sociedad, hemos perdido el lenguaje para discutir sobre los temas importantes. Ya no se trata únicamente de callar por miedo, sino de no saber cómo expresar las ideas y las críticas necesarias para cuestionar y transformar la realidad.

La incapacidad de expresar ideas no surge únicamente del miedo a las represalias, sino también de un ambiente donde las palabras han sido despojadas de su peso. Decir algo diferente o cuestionar abiertamente se percibe como inútil, porque el diálogo social ha sido diseñado por la clase parasitaria para ignorar, desacreditar o manipular cualquier expresión que amenace el statu quo. Este proceso genera una sensación de inutilidad del discurso, un desaliento colectivo que nos hace dudar no solo de nuestras palabras, sino de su capacidad para generar impacto.

Hablar para expresar nuestras preocupaciones y deseos se ha debilitado hasta el punto de quedar atrapado en ideas vagas o emociones reprimidas que nunca encuentran salida. Cuando las palabras se sienten insuficientes, cuando las emociones son demasiado fuertes y no hay un marco para organizarlas, el silencio deja de ser una opción y se convierte en una imposición psicológica.

Incluso quienes han salido de Venezuela enfrentan este síndrome, porque el silencio y la pérdida del lenguaje trascienden las fronteras físicas. Muchos de los que están en el exilio cargan con un peso emocional adicional: la sensación de haber abandonado una lucha, de no saber cómo contribuir desde la distancia o de no encontrar las palabras para describir lo que han vivido y lo que dejaron atrás. En estos casos, el síndrome del silencio toma una forma distinta, pero igualmente dolorosa: un duelo por un país al que ya no sienten que pueden pertenecer plenamente y una incapacidad para articular su papel en un proceso de cambio que todavía los afecta profundamente.

Además, la polarización desempeña un papel central en este deterioro del lenguaje. Las conversaciones ya no buscan entender o construir, sino derrotar al otro. Las palabras, lejos de tender puentes, se convierten en armas que dividen aún más a las personas. En este ambiente, pensar diferente se percibe como un riesgo, y expresar algo nuevo, como un acto de audacia innecesaria.

No saber cómo expresar una idea tiene un impacto emocional profundo. Las personas terminan acumulando frustraciones, dudas y miedos que nunca son verbalizados, lo que alimenta un ciclo de aislamiento emocional y desconexión social. El lenguaje no solo sirve para comunicar, también organiza nuestras ideas y nos ayuda a procesar lo que vivimos. Cuando se nos quita esa herramienta, se nos quita también la capacidad de interpretar nuestra propia realidad.

Romper este ciclo no será fácil. Recuperar el lenguaje para expresar ideas y críticas exige valentía y un esfuerzo colectivo para reconstruir un espacio donde el diálogo sea protegido y valorado, no castigado o ignorado. Esto también implica reconocer y valorar las voces de quienes están fuera del país, porque el exilio no debe ser sinónimo de silencio ni desconexión. Por el contrario, las experiencias y perspectivas de quienes han emigrado son esenciales para enriquecer el entendimiento colectivo y ofrecer nuevas soluciones. Con el tiempo, he llegado a comprender que nadie puede arrebatarnos el derecho de expresarnos. Nuestra verdadera fortaleza radica en escuchar y amplificar las voces que se encuentran fuera de la clase parasitaria, de la casta; en construir juntos un discurso colectivo capaz de trascender el miedo y desmantelar las barreras impuestas por el silencio.

Además, la polarización tiene un papel central en este deterioro del lenguaje. Las conversaciones ya no buscan entender o construir, sino derrotar al otro. Las palabras, lejos de tender puentes, se convierten en armas que dividen aún más a las personas. En este ambiente, pensar diferente se percibe como un riesgo, y expresar algo nuevo, como un acto de audacia innecesaria.

No saber cómo expresar una idea tiene un impacto emocional profundo. Las personas terminan acumulando frustraciones, dudas y miedos que nunca son verbalizados, lo que alimenta un ciclo de aislamiento emocional y desconexión social. El lenguaje no solo sirve para comunicar, también organiza nuestras ideas y nos ayuda a procesar lo que vivimos. Cuando se nos quita esa herramienta, se nos quita también la capacidad de interpretar nuestra propia realidad.

Romper este ciclo no será fácil. Recuperar el lenguaje para expresar ideas y críticas exige valentía y un esfuerzo colectivo para reconstruir un espacio donde el diálogo sea protegido y valorado, no castigado o ignorado. Esto también implica reconocer y valorar las voces de quienes están fuera del país, porque el exilio no debe ser sinónimo de silencio ni desconexión. Por el contrario, las experiencias y perspectivas de quienes han emigrado son esenciales para enriquecer el entendimiento colectivo y ofrecer nuevas soluciones. Con el tiempo, he llegado a comprender que nadie puede arrebatarnos el derecho de expresarnos. Nuestra verdadera fortaleza radica en escuchar y amplificar las voces que se encuentran fuera de la clase parasitaria, de la casta; en construir juntos un discurso colectivo capaz de trascender el miedo y desmantelar las barreras impuestas por el silencio.

El silencio no es simplemente la ausencia de palabras; es un vacío impuesto que destruye nuestra capacidad de construir juntos un futuro. Recuperar el lenguaje no solo nos permitirá romper el silencio, sino también reapropiarnos de nuestra identidad como sociedad capaz de imaginar, cuestionar y transformar la realidad, tanto dentro como fuera de las fronteras físicas del país.

En esta batalla, la esperanza no es solo un sentimiento, es un acto de coraje.


PhD Roberto Ramírez Basterrechea es doctor en Economía Política, experto en Gestión Pública Digital.