El tema de la migración forzada de personas ha sido analizado, como todo fenómeno pluricausal, desde varias perspectivas. Sin embargo, pareciera que con frecuencia se presta mayor atención a los aspectos políticos, económicos y geográficos del hecho migratorio, y se desatiende el factor más crucial e importante que es precisamente el aspecto humano del problema, ese que tiene que ver con las personas de carne y hueso que se han visto forzadas a la experiencia de vivir fuera de su propio hogar. Hablemos un poco sobre esto.
Las migraciones deseadas, planificadas o voluntarias suelen verse acompañadas por cambios positivos, como lo son, por ejemplo, el contacto con otra cultura -no necesariamente mejor o peor que la propia, pero siempre diferente-, conocer otras costumbres, ampliar las perspectivas y horizontes de la persona, y en algunos casos hasta aprender otro idioma. Un caso muy distinto, sin embargo, es cuando la migración es provocada por causas hostiles y ajenas a la voluntad de las personas. Aquí se dispara una gran cantidad de consecuencias negativas y de cambios no deseados que atentan contra el bienestar personal y psicológico del migrante forzado.
Entre esos cambios negativos, uno de los más dolorosos y de mayor impacto en la salud mental de las personas es el de la pérdida o disminución ostensible de las redes de apoyo a la que se está acostumbrado. En el caso de los venezolanos forzados a huir de su país, esta pérdida es particularmente acerba dada la demostrada importancia que la familia tiene para nosotros. Desde hace muchos años, los Estudios Mundiales de Valores (EMV) venían mostrando comparativamente a Venezuela como el país donde la familia cobra mayor importancia para sus habitantes. De hecho, según los EMV, los venezolanos no se perciben a sí mismos ajenos o independientes de su familia. Los estudios Psicodata-UCAB han corroborado este hallazgo, al encontrar que 62% de la muestra nacional siente un alto apoyo (y 26% apoyo moderado) por parte de sus familias, convirtiéndose éstas en el principal y más fuerte soporte social con que cuentan los venezolanos. En consecuencia, perder a sus familias o al menos a parte de ella se traduce en un quiebre de la estabilidad emocional y sentido de pertenencia tan necesarios para el funcionamiento y bienestar psicológico de las personas, sin contar con las frecuentes secuelas de vulnerabilidad en su salud mental que tal pérdida suele generar.
La Organización Internacional para las Migraciones ha acuñado el término “duelo migratorio” para describir el proceso complejo psicosocial asociado a las pérdidas que experimentan las personas al cambiar de país o ciudad de origen, y que resulta en sentimientos de vacío y tristeza. A esta situación de duelo se suma la barrera lingüística y cultural, que limita muchas veces las posibilidades de comunicación y dificulta la creación de nuevas relaciones. Muchas personas que migran enfrentan dificultades para adaptarse a las costumbres locales, lo cual refuerza la sensación de desconexión y exclusión. Además, la indeseable aparición de conductas primitivas y subhumanas como la discriminación, el racismo y la xenofobia empeoran esta situación, haciendo que las personas migrantes sientan aún más aislamiento y menosprecio en sus nuevas comunidades.
El dolor propio del duelo migratorio no es sólo una alteración que se queda en la esfera de lo emocional, sino que afecta en muchas ocasiones la salud física y mental de quienes lo sufren. Investigaciones recientes han demostrado cómo la disminución o falta de apoyo social que padecen los migrantes aumenta el riesgo de desarrollar ansiedad, depresión y estrés. Además, estos sentimientos de soledad crónica pueden debilitar el sistema inmunológico afectando así la salud física.
Ha aparecido en la literatura especializada un concepto relativamente nuevo que se denomina “síndrome de Ulises”, o más propiamente “síndrome de estrés crónico y múltiple”, que es un trastorno de estrés específico de personas migrantes. Es un conjunto de síntomas que se derivan de estresores graves relacionados con la emigración, y que se asocian con las múltiples experiencias de duelo a las que se enfrentan los migrantes, así como con las dificultades de adaptación a su nueva realidad. El nombre del síndrome obedece al símil con la figura mitológica griega de Ulises, quien según narran la Ilíada y la Odisea, luego de participar en la guerra de Troya, navegó durante 10 largos años sufriendo grandes obstáculos y dificultades antes de arribar a su casa.
Los síntomas principales que se presentan en las personas con el síndrome de Ulises se dividen en cuatro categorías de alteraciones psicológicas: la ansiedad, la depresión, la disociación (desconexión de la experiencia física y emocional) y los trastornos somatomorfos (síntomas físicos de origen psicógeno).
En la primera categoría se encuentran síntomas como preocupación recurrente y excesiva, tendencia a la irritabilidad, insomnio, tensión psicológica y física o sentimientos de miedo. En el área depresiva destacan la presencia de sentimientos de tristeza asociados con la percepción de fracaso personal, de baja autoestima y de pensamientos relacionados con la culpa. En el espectro de la somatización se encuentran síntomas como dolores de cabeza, dolores musculares y fatiga, asociada con la falta de motivación psicológica. Otros problemas que aparecen con frecuencia en personas con el síndrome de Ulises son disminución del rendimiento, consumo excesivo de sustancias como tabaco y alcohol o síntomas dolorosos gastrointestinales, óseos y musculares.
Entre los desencadenantes que pueden constituirse en causas del síndrome de Ulises están la soledad por falta de amistades consolidadas, la incomprensión ante los códigos culturales y la escala de valores del país donde ahora se vive, añoranza por los seres queridos que se han dejado en el país de origen, sensación de que el país propio y que se conocía está cambiando de manera desconectada de uno mismo, crisis de identidad al no saber qué referentes culturales fijarse, miedo a no ser aceptado por la sociedad del país al que se migró, y angustia por no contar con el apoyo social de familiares y amigos que se daba por sentado en el país de origen.
Como se mencionó al comienzo de este artículo, la migración va mucho más allá de ser un sólo un tema político o económico. Hoy existen en el mundo dos Venezuelas: una dentro de las fronteras geográficas formales del país, y otra que camina errante por el mundo no queriendo hacerlo. El reto inmenso que tenemos por delante es tratar de generar las condiciones para unir a ambas.
La esencia del problema de nuestra migración forzada es la de un drama humano de dimensiones dolorosamente descomunales y de consecuencias incalculables en términos de salud mental y física. Parte de nuestro trabajo es conocer tanto esas dimensiones como sus consecuencias, a fin de poder ayudar de manera eficiente, hasta lograr su regreso, a tantos hermanos nuestros que transitan día a día el vía crucis de una migración forzada y que esperan de nosotros algo más que sólo indignación y lástima.
@angeloropeza182
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