Estuve tentado a exornar estas divagaciones con un titular de corte cervantino, algo así como De la condición y andanzas del tristemente célebre curandero Nicolás el alquimista, traficante de espejismos y quimeras, pero deseché la idea porque los hechos atinentes a la vida del usurpador no proponen grandezas y tampoco misterio alguno, salvo su enigmático lugar de nacimiento. Hay quienes lo reputan barranquillero y lo conjeturan descendiente o pariente de disímiles personajes del folklore caribeño, entre ellos Blacamán, embaucador de feria y faquir de embuste-embuste, supuestamente procedente de la India, capaz, según decían y contaban sabrosamente Marcelino Madriz, Paco Vera, Oscar Yánez y Aldemaro Romero, de hipnotizar caimanes, amaestrar culebras, embelesar puercoespines, domeñar cualquier bestia sin importar su ferocidad y, si se presentaba el caso, embravecer corderos o encolerizar y contagiar de rabia a la paloma de la paz. Y, también, de acuerdo con narración de Gabriel García Márquez (Blacamán el bueno, vendedor de milagros, 1968), «de convencer a un astrónomo de que febrero era solo un rebaño de elefantes invisibles». Refuto los presuntos parentescos. Estos sazonarían con una pizca de interés la biografía de un personaje con demasiada suerte y exiguas cualidades, entre estas su notoria afición a la brujería y a la santería, y una probable proximidad al ñañiguismo, lo cual, guardando las distancias entre las prácticas hechicerescas con fines inconfesables y el uso de la ilusión como divertimento, justifica se le mencione hoy, 31 de enero, cuando se rinde tributo a san Juan Bosco, quien además de latines y evangelios, conocía los secretos del ilusionismo y la nigromancia, y los desentrañó ad maiorem Dei gloriam —por ello se festeja en la fecha presente el Día Internacional del Mago—.
Al escuchar, leer o escribir la palabra «magia», evoco casi automáticamente a Tom Wingfield en la apertura del primer acto de El zoológico de cristal (The Glass Menagerie, Tennessee Williams, 1944), porque de algún modo, aunque espacial y temporalmente remoto, su monólogo podría aplicarse a la actual tragedia nacional: «Tengo trucos en los bolsillos y cosas bajo la manga, pero soy lo contrario de un prestidigitador común. Este les brinda la ilusión con las apariencias de la verdad, yo les ofrezco la verdad con las agradables apariencias de la ilusión. Los traslado a una callejuela de Saint Louis. La época en la cual transcurre la acción es el lejano período en el que la enorme clase media norteamericana se matriculaba en una escuela para ciegos. Porque le fallaban sus ojos. O ellos les fallaban a sus ojos, y por eso se aferraban el feroz alfabeto Braille de una economía en desintegración».
No nos bastará tomar lecciones para invidentes; debemos entrenar también los oídos y aprender a escuchar, a objeto de saber separar el grano de la paja y no caer en serpentinas celadas ocultas en los cantos de sirena de nuevos charlatanes, sobre todo ahora cuando lobos disfrazados de corderos con lana socialista, bolivariana y nicochavista, agazapados en un parlamento espurio, se presentan como opositores —oposición a la oposición—, a fin de sembrar mayor desconcierto en la población, aprovechando la pasividad asociada al epiléptico cronograma de la cuarentena, amén de la desilusión y la decepción derivadas del descalabro de la unidad gracias, ¡son tan graciosos!, a las exigencias inmediatistas de sectores de la disidencia confabulados no contra Maduro sino ¡contra Guaidó! Y mientras el extremismo se empeña en confundir gimnasia, magnesia y manganeso, serias amenazas con P de pandemia, patria y petróleo se ciernen sobre este pobre y atribulado país tenido ilusoriamente de rico y risueño, con una economía agonizante y en estado de putrefacción: el regreso de propiciadores de diálogos y negociaciones asimétricas, con miras a embarcar al contrachavismo crítico y auténtico en unas elecciones prêt-à-porter de gobernadores y alcaldes y el peine de un revocatorio amañado, eventos premeditada y alevosamente planeados para, mediante un borrón y cuenta nueva, pasar la página de la ilegitimidad de origen y ejercicio del gobierno de facto, y poner coto a las sanciones internacionales aplicadas a sus personeros. Borrell, se nos informó el jueves, descartó esas posibilidades. Alivia saberlo.
En el ínterin y haciéndose el yo no fui, Maduro sacó a relucir sus artes de engañanecios y, convertido en avatar de Blacamán el malo y caricatura de Tom Wingfield, pregonó a los 4 vientos las virtudes de la última cocacola del desierto rojo para combatir la peste china; y, como fabuló en noviembre de 2020 con el imaginario hallazgo por parte del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas de la molécula DR-10 —la asociación de investigadores del instituto, AsoIVIC, se desmarcó del fantasioso descubrimiento—, y anteriormente con los «probados y comprobados» beneficios de elíxires good for nothing, píldoras de todos los colores destinadas a combatir el aburrimiento en las colas, lavativas para mitigar el hambre y abolir las ganas de cagar y un tónico capilar desarrollado a solicitud de Diosmazodando, vociferó: ¡ya están aquí las milagrosas gotas o las gotas milagrosas del doctor Pepe Goyo Hernández contra el coronavirus! ¡Ya-llegaron-y-para-todos-y-todas-hay, damas y cabelleros, perdón, caballeros, o señoras y señores si gustáis, ya tenemos el medicamento específico y definitivo para neutralizar el covid-19 y también el 20, el 21, el 22 y todas las cepas, variantes y mutaciones habidas y por haber! Jactancioso, y ufanándose de la farmacopea socialista, se fue de la lengua: se trata mira tú, quién lo diría, de un invaluable aporte de la investigación vernácula al combate de la pandemia y se llama ¡CAR-VA-TI-VIR!, ¡sí ladies & gentlemen, Carvativir, rima con sobrevivir y es un antiviral 100% efectivo!, y por ahí continuó la alharaca, mas debió meter el freno, recular y cambiar de registro cuando le advirtieron: ¡no, camarada, la vaina no es así! Usted se fue de bruces, no es ninguna panacea sino un derivado del orégano o el tomillo potencialmente complementario de medicamentos anticovid, ya veremos.
A la Academia Nacional de Medicina no le pareció novedad el fulano Carvativir, llamado también Caravacrol o Cimofenol. Y, ¿casualidad?, en la denominación de su principio activo —isotimol— destaca conspicuamente, tal una cucaracha en un vaso de leche, la palabra TIMO. No exagera y quizá se queda corto el diputado José Manuel Olivares al afirmar: «De todos los países de América Latina, donde peor se ha manejado el tema del covid-19 ha sido Venezuela, dada las improvisaciones, negocios, mentiras y arrogancia de Nicolás Maduro. Ello le ha costado la vida a más de 2.000 venezolanos». Navegando en un mar de imprevisiones, ligerezas y precipitaciones, el zarcillo y sus áulicos desconocen u ocultan estudios inventariados y detallados a montón en Internet, como el adelantado en la Escuela de Ingeniería Química de la Universidad de Yeungnam (Corea), según el cual el aceite de orégano, rico en carvativir o carvacrol, puede tener propiedades antibacterianas, y sería de utilidad en el tratamiento de infecciones del tracto urinario causadas principalmente por la bacteria Escherichia coli uropatógena, y uno se pregunta cómo se come eso y cuál es la relación del trasero con las pestañas porque, aseveran los científicos coreanos, no existe ninguna evidencia acerca de su poder antivírico. De hecho, su principal aplicación es culinaria y puede ayudar a conservar ciertos alimentos.
Los ensalmos de Nicolás han aletargado a los venezolanos y atornillado a él y su pandilla de galfaros en un poder mafioso y vocacionalmente vitalicio. No hemos podido dar con una fórmula para conjurar el mal de Chávez y exterminar a su agente transmisor, el dictamaduro. Tal vez el otro Blacamán, el bueno, se apiade de nuestra afligida nación y nos suministre un contraveneno para desintoxicarla y despertar a su hipnotizado bravo pueblo no tan bravo, pues, sabemos, anda por el mundo «desfiebrando a los palúdicos por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro cincuenta, desaguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidente o peloteras, por veinticinco si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro gesto de calamidades públicas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante arreglo especial, a los locos según su tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud». Con semejante currículo, el buenazo alter ego del maluco seguramente nos exonerará de pagos porque más bobos, ¡imposible!
Y se acabó lo que se daba. Digo adiós repitiendo las palabras postreras de Tom en el último acto del mencionado Zoo de cristal: «Yo no fui a la luna. Fui mucho más lejos. Porque el tiempo es la distancia más larga entre dos lugares».