A Donald Trump le han incoado un segundo impeachment. ¿Ganarán sus adversarios? No importa. Nathaniel Rakich, un notable estadígrafo, afirma que 52% de los estadounidenses respalda que Donald Trump deje inmediatamente el poder, mientras 42% opina lo contrario. Se basa en 9 encuestas que él ha diseccionado. Ha hecho las sumas y las restas y esos son los promedios que obtuvo. Sospecho que por ahí andan los tiros.
El problema es que no se trata de estadísticas, sino de creencias, y muchas personas están dispuestas a matar o morir por lo que creen. Creen, además, cualquier cosa: creen en extraterrestres que nos visitan a menudo y se dedican a abducir a los incautos. Creen en los fenómenos paranormales, incluidos los fantasmas y la ouija. Creen en el carácter único y real de sus dioses, como la diosa Durga del hinduismo que posee varios brazos y cabalga un león, o como el Espíritu Santo de los cristianos, representado por una paloma que forma parte de la tríada máxima de esa religión. Creen en el zodíaco, la astrología, el espiritismo y todo tipo de extravagante superstición, especialmente si ha sido predicada por una persona “carismática”. Por ejemplo, Donald Trump.
Los demócratas, en general (menos 18%), y con ellos una buena parte de los independientes, están convencidos de que no hubo fraude en las elecciones del 3 de noviembre de 2020. Pero un porcentaje notable de los republicanos (62%) piensa que decenas de miles de muertos votaron, o que millones de indocumentados acudieron a las urnas, o que las máquinas alteraron los resultados, o que las boletas fueron cambiadas por unos malvados funcionarios.
Aunque Trump, finalmente, aceptó la victoria de Biden, no ha dicho (y nunca dirá) que no hubo fraude. No sé, siquiera, si lo cree realmente. A veces pienso que sí, pero otras supongo lo opuesto. En todo caso, admitir que ha mentido sería un balde de agua fría para sus seguidores. (Aunque a estas alturas dirían que lo hizo para evitar un baño de sangre, o porque lo ha amenazado la congresista afroamericana Maxine Waters, o por una variante de cualquier teoría conspirativa).
Ni siquiera se ha atrevido a acogerse a la tesis de Tucker Carlson (Fox News), mucho más inteligente, pero muy discutible. En su afán de defender a Trump, el presentador alega que sí hubo “fraude”, pero ocurrió previamente a las elecciones, y después de ellas, y consistió en el ataque personal a Trump desde el mismo momento en que tomó posesión, a cualquier medida republicana, o a todos sus nombramientos, sin siquiera concederle los 100 días de gracia que supuestamente se les otorgan a los nuevos inquilinos de la Casa Blanca.
En realidad, las elecciones, como es la costumbre en Estados Unidos, fueron limpias y transparentes, pero apasionadas. Así ha sido desde que George Washington abandonó el poder en 1797, primer y único presidente al que tirios y troyanos le rindieron pleitesía. A partir de ese punto, como suelen decir los españoles en su lengua rica en coloquialismos, “se armó un gran cacao” y cada dos años, o cada cuatro, sucede lo mismo.
La gran diferencia es que por primera vez el candidato derrotado reclama haber sido víctima de un fraude, y una gran cantidad de los electores de su partido lo cree a pie juntillas, sin preguntarse por qué 60 tribunales, entre los que abundaban los jueces republicanos, habían rechazado las demandas unánimemente por absoluta falta de pruebas. Por otra parte, un buen número de personas engañadas acudió al Capitolio a solicitud del presidente Trump, a rectificar la pérfida conducta de los demócratas.
Eran la versión multitudinaria del sujeto que se presentó en una pizzería de la ciudad de Washington, armado de un rifle de asalto, para “liberar” a unos niños víctimas de las perversiones y la sevicia de los demócratas. Bulo que había echado a rodar QAnon, un grupo de extrema derecha al que también se atribuye la creación de la teoría conspirativa del “deep state” o “Estado profundo” que, teóricamente, le ha hecho imposible la vida presidencial a Donald Trump.
Cuanto sucedió el 6 de enero en el Capitolio tendrá muy graves repercusiones económicas y políticas. Las económicas tienen que ver con la estabilidad interna del país. El dólar americano es la moneda de 80% de las transacciones internacionales, entre otras razones, por la confianza que generaba contemplar cada cuatro años la transmisión pacífica y organizada de la autoridad. Esa verdadera fiesta de la democracia ha sido sustituida por un espectáculo tercermundista de guardias armados, alambre de púas y perros feroces.
Las repercusiones políticas son de otra índole y tienen que ver con el carácter de “cabeza del mundo libre” que el país se había ganado tras la Segunda Guerra mundial y la victoria contra la URSS en la guerra fría. Estados Unidos era la única superpotencia que había quedado en pie tras el combate. Ese triunfo es hoy discutido por las imágenes de la toma del Capitolio por una turba agresiva de facinerosos. ¿Podrán Joe Biden y Kamala Harris restaurar la imagen de Estados Unidos? Ojalá, pero eso está por verse.
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