El pasado miércoles 24 de junio, Día de San Juan Bautista y Guaricongo, se cumplieron 199 años de la Batalla de Carabobo y, afortunadamente, no se realizó, ni estuvimos obligados a calárnoslo, el habitual desfile de soldados a paso de patos cansados y no de ganso. Tampoco se supo de los rutinarios ascensos y de las condecoraciones gratificando perrunas lealtades —orden del mecate en primera clase—: el SARS-CoV frenó los ritos de cursi tenor asociados al Día del Ejército y a la parafernalia castrense. No se resignó al ocio condicionado del asueto patrio-religioso la policía del estado La Guaira —así nominado gracias a la carujada del gobernador García y su aquiescente asamblea legislativa en rechazo al toponímico Vargas, mediante una inaudita vuelta de carnero, con i de imbécil, o de in-maduro, a la tribal época de arahuacos y caribes, anterior a Diego de Osorio y el establecimiento de San Pedro de la Huaira —y, alegando dudosas normativas de la «cuarentena radical», silenció en Naiguatá el sangueo y el malembe, acalló el tam-tam de minas, curbatas y culo’e puyas, y silenció el verso ceremonial ¡San Juan lo tiene! ¡San Juan te lo da! —el baile, cuestión olvidada por quienes profanaron el ritual sanjuanero es, además de ancestral mecanismo de desahogo emocional, una hermosa forma de repudiar a mandones ilegalmente entronizados en el poder y responsables sin peros ni atenuantes de nuestras penurias e incertidumbres—. Nos privaron de la fiesta de tambores, ¡fiesta de negros!, y arruga la nariz Delcy la federica, torciéndole la nariz a Aristóbulo con incorrección política y un dejo de racismo. Y a causa del racismo, presente por cierto en la demagógica evocación de Pedro Camejo y su afectado y mítico adiós de postrimería, multitudes indignadas con lo acaecido en Minnesota están anatemizando libros —¿proscribirán a Faulkner?—, censurando películas glorificadoras del sur esclavista (Lo que el viento se llevó) y derribando estatuas por doquier; hasta Cervantes recibió lo suyo y no digamos Colón. Viene a cuento Rafael Cadenas:
Cristóbal Colón
busca
entre escombros
su estatua
los que la derribaron
aún hablan español
No pudo tampoco el írrito gobierno bolivariano hacer uso de las consuetudinarias pompas y circunstancias destinadas a ocultar la verdad respecto al pandemónium, corrijo, a la pandemia, y el fatal ascenso de la curva de contagios y fallecimientos atinente a la covid-19; sin embargo, un par de noticias, procedentes una de Roma y otra de Washington, proporcionaron un fugaz respiro a la espuria administración color carmesí.
Abordemos en primer término la emanada de la capital estadounidense, atinente a la entrevista —desconcertante desoladora o deprimente, dependiendo de quien la juzgue—, concedida a Jonathan Swan, periodista del portal Axios, por el inquilino de la Casa Blanca —«Un personaje ridículo y un presidente terrible», a decir de Cher en el coronaparty conmemorativo de su 74° cumpleaños— que puso al zarcillo y a su séquito a saltar en una sola pata al compás de una desafinada marcha triunfal: ¡al fin Trump entró en razón! De acuerdo con el confuso despacho informativo, el presidente de Estados Unidos habría dejado entrever sus dudas en torno al reconocimiento de Juan Guaidó como mandatario encargado de Venezuela, y estaría considerando reunirse con el mesmésemo Nicolás Maduro, quien en el ínterin procuraba la liberación de Alex Nain Saab, su testaferro, según la chismografía tabernaria —y si no lo es ¿por qué la angustia y el correcorre del fixer caboverdiano José Pinto Monteiro, defensor frecuente de mafiosos, narcotraficantes y lavadores de dinero, y con expedientes sustanciados en Miami y Nueva York? Better call Saul!—. El contento duró poco y los alborozados saltarines quedaron congelados en una acrobática pirueta, cuando voceros de la Casa Blanca pusieron las íes bajo los puntos —allí las cosas a veces se hacen al revés—, hicieron rectificar a Donald —solo me reuniría con Maduro para discutir su salida del poder, ¡he dicho!— y acabaron con el espejismo de la negociación, devolviendo el alma al cuerpo de millones de venezolanos, especialmente a quienes confiaron al inestable y contradictorio pelirrojo republicano el papel de deus ex machina en la tragedia nacional, y asimismo a los que vivaquean en tierra extraña con un saco de esperanzas a cuestas, de ida hacia no se sabe dónde, o una mochila de decepciones, al regreso del fracaso y rumbo al infierno socialista, a ser ultrajados por la panda de facinerosos okupas instalada en Miraflores y Fuerte Tiuna, y los malhechores a su servicio, mande usted señor presidente, dígalo ahí mi general goodfather, como usted disponga, capitán cebolla.
La otra información, en principio conjetura, luego rumor y finalmente buena nueva confirmada el 19 de junio, provino del Vaticano y anunciaba, de manera oficial, la beatificación del Dr. José Gregorio Hernández, santificado de hecho y tiempo ha en el sincrético imaginario vernáculo. La noticia, aplaudida fervorosamente por la Venezuela católica, es decir, la casi totalidad del país, fue prácticamente confiscada por el aparato comunicacional del régimen, a objeto de presentar el proceso de canonización del médico de los pobres, iniciado en 1949 a petición de monseñor Lucas Guillermo Castillo, como un logro de la gestión nicochavista, y a quien el autobusero eleva plegarias, asegura, pidiéndole un misericordioso empujón a objeto de librarnos del coronavirus. La indebida apropiación del venerable matasanos tiene antecedentes izquierdosos. En 1973, la comisión de propaganda del Movimiento al Socialismo, MAS, diseñó un afiche con una foto de su candidato presidencial, José Vicente Rangel, en pose similar a la icónica imagen del santo varón de Isnotú en traje negro y la mano tras sí. La reacción fue de escándalo y me persigno. En la UCAB, el rector Bello dijo Pío y Fedecámaras y el desarrollismo de Pedro Tinoco imprimieron un contra cartel con la presunta silueta del futuro operador político del chavismo, de espaldas al espectador, asiendo un fusil AK-47 Kaláshnikov. En una agencia de publicidad trataron de venderle a un concesionario automotor un aviso con la emblemática imagen del atildado médico y la leyenda «Hay un Ford en su futuro». El empresario mandó al demonio al director creativo, al ejecutivo de cuentas y a la agencia misma. Pero la coalición del PSUV-FANB vuela más alto y acaso baraje la posibilidad, sería rizar el rizo, de solicitar al papa Francisco I la canonización equivalente o extraordinaria (æquipollens canonizatio) de Hugo Rafael Chávez Frías, patrono de la revolución bonita. Tamaño despropósito no sorprende: después de 21 años de barbarie, hemos perdido la capacidad de asombro.
Como era previsible y es natural a raíz de un acontecimiento sacro, mucho se ha hablado de los favores del doctor —tal, creo recordar, fue el nombre de un espacio dramático producido y transmitido por Radio Caracas Televisión, con el actor trujillano Américo Montero interpretando al Siervo de Dios—, igual y maliciosamente de su celibato, mas poco a casi nada de su labor científica, académica y docente. No abrumaré al lector con detalles al respecto; me limitaré a referir el hallazgo casual de una copia facsimilar de la «Declaración Oficial» de la Academia Nacional de Medicina, publicada en primera plana del diario El Impulso el sábado 18 de enero de 1919, en la cual se advierte a la población sobre los riesgos de la enfermedad que reina (sic) en la capital de la República —gripe o influenza susceptible de mutar en mortal pulmonía doble— y se sugieren remedios y tratamientos de diversa índole. El texto está rubricado, entre otros, por los eminentes médicos David Lobo, Luis Razetti y José Gregorio Hernández. La firma del beato y doctor magnífico en Ciencias me puso a pensar en otros médicos cuyo hipocrático juramento les compromete no únicamente a salvar vidas, sino a servir a su país donde se necesiten sus talentos y habilidades extraprofesionales. Vino a mi mente la figura de José María Vargas, «paradigma de virtudes políticas y civiles», marginado de la historia de Venezuela versión roja, a quien Andrés Eloy Blanco dedicó una obra admirable y ejemplar, Vargas, el albacea de la angustia (1947). De esta «auténtica lección de civismo ante el militarismo», de lectura recomendada durante el prolongado paréntesis pandémico, citaremos, ya a punto de concluir, un párrafo en extenso, pues pareciera escrito a propósito del drama en curso desde 1999: «…cuando el cuerpo se hace inapto para contener la actividad fisiológica, para actuar conforme a los deseos y conforme a las necesidades, el hombre o el animal buscan curarse, amputar el órgano enfermo. O muere. Pero si puede salvarse amputando, o adoptando un nuevo régimen, un nuevo alimento, en una palabra, una nueva economía orgánica, lo hará indudablemente. Es inútil seguir obligando a ese cuerpo a sostenerse y a producir con el mismo sistema anterior. O la muerte o el cambio. Igual cosa ocurre en el orden social. Llega un momento en que la sociedad no puede llenar su actividad, cada día más compleja, cada día más llena de necesidades, si no se cambia el régimen de alimentación, si no se extirpa el tumor que consume todas las fuerzas, si no se extrae la espina que escora al caminar, si no se amputa el miembro que amenaza con gangrenarlo todo y se adopta un nuevo modo de moverse». Aquí vendría la palabra fin, pero antes de estamparla, recordamos a quien tenga a bien leernos que mañana lunes, 29 de junio, se cumplirán 431 años de la fundación de La Guaira y 99 del trágico arrollamiento del milagroso y recién beatificado doctor Hernández. Ahora sí: FIN y gracias por su atención.
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